miércoles, 6 de agosto de 2008

LAS GACHAS (Confesiones de un minero) -I-


Para mis lectoras asturianas...



Cadia día que dejo atrás el Pozo de San Jorge pienso que hubiera sido mejor alistarme a la Legión. Ahora trabajo en el interior, ya no tengo que desaguar el pozo ni cargar sacos de grano y cemento, y gano una peseta más. Pero esa peseta hace una falta inmensa en casa, desde que las tropas franquistas entraron en Moreda y se ha organizado todo este pandemonio que apenas comprendo. Cuando pregunto en casa mi padre me dice que calle, que no soy más que un niño de deiciséis años. Pero cuando traigo mi paga a casa, veo en sus ojos las lágrimas que me dicen que ya me considera un hombre, madurado antes de tiempo. A mi edad casi todos los chicos del pueblo tienen novia, pero yo sólo puedo pensar en trabajar. Trabajar para poder comer. No sólo yo, sino mi padre enfermo, mi madre, mis hermanos. Es triste. La necesidad de alimento es lo más triste que le puede pasar a uno en la vida, más que la necesidad de amor o calor.

Cada domingo voy al cine con un par de compañeros. Se nos salen los ojos cuando hay escenas de mesa. Más que cuando podemos ver un trozo de escote. Babeamos como animales ante la visión de aquellos manjares y al abandonar la sala nuestros comentarios se centran únicamente en el buen color y textura de aquella zanca de cordero. Sólo pensábamos en el suculento sabor, en darle mordiscos... hasta no dejar ni los huesos.

Si el presupuesto así lo permitía, comprábamos avellanas y cacahuetes para comer mientras veíamos la pelicula, a pesar de que había carteles indicando que estaba prohibido. Algunos parroquianos se quejaban del ruido que se hacía la abrir las avellanas. Y los cacahuetes los comíamos con su cáscara, para llenar nuestros enjutos estómagos un poco más. Para algunos de nosotros, ese sería el único alimento que recibiríamos ese día. Eramos expertos en masticar bien, formando una papilla deliciosa en nuestras bocas que desgraciadamente no calmaba nuestras entrañas.
Pero había personas peores que nosotros. He visto a niños recogiendo mondas de naranja del suelo y lamerlas y devorarlas con avidez como si fuera ambrosía. He visto a ancianos rebuscando pieles de patata en la basura.

Y sin embargo... sin embargo he hecho cosas peores.

Papá era aficionado a los pájaros. Tenía una jaula de casi dos metros que había construido con sus propias manos, con más de veinte o treinta jilgueros, pero el alpiste escaseaba tanto como la comida y tuvo que desembarazarse de ellos. Sin embargo, conservó a su preferido, un hermoso espécimen que era la alegría de nuestra humilde casita con su melodioso canto. Lo mimaba con cariño, cambiándole el agua y el alpiste a diario.

Una noche en que los rugidos de mi estómago no me dejaban conciliar el sueño, decidí bajar a por un vaso de agua, tratando de engañar a mis tripas hasta la mañana, pero todo fue inútil. Entonces me quedé mirando al pequeño parjarillo, dormido en la seguridad de su jaula, ajeno a la guerra y al hambre y al dolor. Pense que si cogía algo de alpiste, lo molía en el molinillo del café y lo convertía en gachas, nada pasaría. Me imaginé el sabor en el paladar y la sola idea me hizo la boca agua. Y llevé a cabo mi plan. Salí a la calle a moler, para evitar que el ruido despertara a mi familia. Eran las cinco de la mañana y estaba en pijama y descalzo, pero no me importaba. Me hice un enorme plato de fariñas, que quedaban bien espesas con un simple puñado de aquellos diminutos granos. Nunca había visto una harina que creciera tanto y tanto como la del alpiste, y a pesar de sus carcasas que arañaban mi lengua y mi garganta, su sabor era bien grato y, lo más importante, apaciguaban el dolor lacerante de mi estómago vacío.

Repetí esta operación muchas noches, escabulléndome en silencio en medio de la oscuridad, abandonando la seguridad de mi cama para moler clandestinamente aquella mezcla divina. Pero mi padre pronto empezó a preguntarse cómo el contenido de las bolsas bajaban tan rápido y decidí ser más cauto. A partir de esa noche, robé a Chatín la mitad de su ración, mimándome con un delicioso desayuno antes de que la familia se levantase.

Hasta que oí a mi padre reprimendar al pobre pájaro por lo mucho que comía, amonestándole que no estaban los tiempos para llenarse el buche de aquella manera. Si el pájaro hubiera podido hablar, probablemente le habría contado de mis escapadas nocturnas y los saqueos a su despensa. Pero no hizo falta.

Una noche fui sorprendido con las manos en la masa. Papá se quedó allí, observando en silencio la tartera con mis gachas recién molidas, a punto de darme un banquete.

-Hijo, ¿qué tienes ahí?
-Son gachas, padre -repliqué con la cabeza baja, avergonzado.
-¿De qué harina?

Callé. Agaché el rostro y mis hombros comenzaron a temblar. Padre cogió una cuchara del cajón de la mesa y se llevó a la boca una palada de aquella masa informe. Tosió. Masticó, volvió a toser y me miró sin creerlo. Escupió algunas de las cascarillas y sin el menor asomo de enfado, me dijo:

-Vaya. Yo culpando al pequeño jilguero y era otro tipo de pájaro el que acababa con el alpiste. Mejor así -Y con esas regresó a su cama.

Nunca tuve que recoger mondas de naranja del suelo, pero hice cosas peores, que vivirán en mi conciencia hasta el final de los días. He robado a mi familia. Oh, Dios, he robado lo poco que teníamos para comer. Nuestras raciones son escasas, he de trabajar once días para poder comprar un litro de aceite. Nos dan 50 gramos de pan por persona al día.
Pan. Ese pan delicioso, que nunca es suficiente. Ese pan que atormentaba mis pensamientos cada noche mientras trataba de dormir. Hasta que la tortura se hizo insoportable y dejé el calor de mi lecho para ir a la cocina. Con una navaja muy afilada corté una rebanada casi tan delgada como el papel de fumar. Repetí esto a menudo, robando a mis padres y hermanos el pan que ellos también necesitaban.

Hasta la noche en que mi padre llegó de la calle y me encontró allí de pie, tras acabar de recortar tan hábilmente una loncha de unos milímetros de grosor. En mi pánico, apenas tuve tiempo de tirar la prueba que me inculpaba, posando mi pie encima, fingiendo estar atareado en algo. Me miró extrañado, allí en pleno invierno, en camiseta y ropa interior, descalzo y pálido como la muerte.
-¿Qué haces aquí? -preguntó con su voz ronca, mientras se quitaba el abrigo.
-Nada.
-¿Es que estás enfermo? -inquirió al verme con las manos en la barriga, tratando de acallar los incriminatorios rugidos. Asentí-. ¿Te duele el estómago?
-.

Papa suspiró. Abrio el armario de la cocina y sacó un botella de anís. Me dio una generosa copa y me animó a beberlo. Lo bebí allí, petrificado.

-Anda, vuelve a la cama -me susurró cogiéndome del brazo, pero yo no podía moverme. No debía moverme. Volvió a clavar en mí aquellos ojos sabios que me atravesaron como dos puñales y tiró de mí. Y entonces lo vio. Allí, aplastado débilmente bajo mi peso. Mi vergüenza hecha miga.
Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras se agachaba, cogía el pan y me lo daba:

-Hijo mío, esto... Esto no se hace. El pan no se pisa. Cégelo, cómelo y vete a dormir.

Dejó la agujereada bufanda sobre la mesa y se alejó hacia su propio dormitorio.
He hecho cosas peores que robar mondas de patatas de la basura, pero robar comida a mi familia, el pan que nos llevabamos a la boca por igual, nunca. Nunca más.

4 comentarios:

anele dijo...

Qué duro! Se me saltan las lágrimas imaginando la escena.
Y qué remordimientos al pensar lo quejicas que nos hemos vuelto hoy en día y la cantidad de comida que se desperdicia.
Les tocó vivir una época muy difícil.
Recuerdo que mi abuelo me contó que le cortaba las punteras de los zapatos a mi madre y mi tía para que les valiesen unos meses más a medida que crecía el pie.
Increíble la suerte que hemos tenido nosotros.

Riesgho dijo...

Fiel reflejo de la Asturias de entonces, de aquella en la que los niños pasaban por la vida sin infancia. Mi madre nacio en el 46 y tuvo su primera muñeca de moza. Ya trabajaba y gracias a las envueltas de un chocolate y a sus ahorros, ella y mi madrina consiguieron la ansiada muñeca que nunca habian tenido de niñas...

Recuerdo que siempre decia que nunca habia pasado hambre, pero si mucha necesidad.

Muchos besinos.

Anónimo dijo...

Cruda historia pero bonita y real a la vez. Y como ya me enganché, voy a seguir con el resto de los capítulos que tienes. Y gracias por la dedicatoria (soy lectora y asturiana, jejejeje)
Besos

Candela dijo...

Son historias reales. El padre de mi ex dejo unas memorias escritas (mal ecritas, pero el contenido esta bien), y las estoy novelando y "embelleciendo" aqui y alli.