ALETEO

En el silencio casi imposible que acompaña al estertor de la masacre, el único sonido que queda es el del aleteo ensordecedor de las alas de las moscas, hambrientas de vísceras, vampiros insaciables, caníbales del alma.

Hace tiempo que el olor a pólvora y fuego se extinguió, pero el aroma agridulce de la sangre se esparce como el polen sobre el sucio suelo. Y sin embargo, no me molesta. Es el aleteo incesante lo que me está volviendo loco, mucho más que contemplar sus ojos vacíos escrutando un cielo cubierto de humo. Mucho más que el goteo oscuro de la sangre marchando calle abajo como un río embravecido. Mucho más que la contemplación de los cuerpos imposiblemente retorcidos hacinados junto a las paredes salpicadas con la esencia de sus vidas.

Me he acostumbrado a contemplar el espectáculo dantesco desde la barrera del televisor, me he hecho inmune a los rostros aterrados, al color ocre que todos llevamos dentro, al polvo y a la miseria. He seguido con mi vida, ignorando los gritos de dolor, el retumbar de los pies huyendo en desbandada. He cerrado mi corazón al sufrimiento ajeno, pensando que así evitaría el mío propio.

Y hoy me he convertido en parte de ese paisaje subreal, he visto el mundo acabarse ante mis narices, no he sido inmune, no había pantalla ajena, no había comentador. Todo, todo, se ha vuelto negro. Luego blanco, incandescente, dorado. Así quemaba el sol en la piel reseca. Dorado. Poderoso color. Y después se volvió rojo, como el río bíblico.

Sordo. Estoy sordo. He perdido el oído, debió ser la deflagración. Pero las moscas, ay, las moscas... no quieren callar. Silencio... Sólo las moscas...

¡Callad, moscas malditas, callad! ¡Callad de una vez!