sábado, 22 de marzo de 2008

Candela y la Semana Santa


Los corredores del antiguo convento convertido en penosos cuartitos olía a torrijas y vino dulce y anisets y canela. Las calles, mientras tanto, olían a incienso y cera quemada, a velas apagadas y a rosas frescas.
Es el olor de la Semana Santa que recuerdo, dormitando en la noche bajo el arrullo de la banda de Los Polillas llevando casi a la perfección, un año más, esa Saeta de Machado hecha canción para siempre por Serrat y convertida en lastimera banda sonora de los pasos bajo palio.
Pasaba la Semana Santa en casa de los abuelos, jugando con mis Nancys (que entonces Barbie aún no había aparecido en la fiesta de nuestros juegos) y con Merceditas, y cuando llegamos a esa edad difícil de los 13 años, fue cuando descubrí que los pasos eran para todos los públicos.

No es que me tuvieran prohibido ir, ni mucho menos, pero como hija de familia protestante y criada en colegio de monjas, mi idea de todo el cotarro era un tanto confusa. Como mis padres no iban a verlos, yo tampoco iba. Pero cuando empecé a hacerme mayor y descubrí los gozos de la libertad bajo las alas conspiradoras de la abuela, se abrió para mi un mundo nuevo.
El primer año que vi las procesiones casi en su totalidad, lo hice acompañada de Merceditas y unas compañeras suyas del colegio, y como eran unos años mayor que yo, practicamente se me dió carta blanca y regresé de madrugada, borracha de incienso y hartita de romanos, de calles cortadas y de capirotes multicolores.
Si se me pregunta o enseña una foto de cualquier paso, no sabría nombrarlo. Si acaso, diferencio al Greñúo (dificil no hacerlo), o la Borriquita o La Santa Cena (esta útima más que nada por la mesa) pero siempre he sido una ignorante en la materia, hasta tal punto que una anécdota que me "pone colorá" es cuando una señora me preguntó qué procesión era la que venía calle arriba y, con toda firmeza, le aseguré que "El Desprendimiento", en lugar del Descendimiento. No sé si la señora se imaginó a un Cristo cayéndose de bruces de la cruz o supo inmediatamente que yo era una boba medio guiri, la expresión de su cara lo dijo todo, pero aún hoy tengo que pensarlo dos veces antes de decir la palabra.
Nunca llegué a apreciar la fiesta hasta que pasé años lejos de ella. No es que me vuelva loca. No soy ni capillita, ni amante de pies descalzos y penitencias trasnochadas, ni beata de mantilla (todo esto con el respeto con el cual se usan estas palabras en mi Andalucia, naturalmente). Pero cuando estás lejos y ves una procesión por casualidad en youtube, en el Diario de Cádiz o en algún canal en directo desde internet, la lejanía se hace lágrima.
Volví por estas fechas hace dos años, a demostrarle al guiri que aquellos capirulos no hacían apología del KKK ni se colgaban boca-abajo de ninguna cruz. Sus sentimientos religiosos quedaron olvidados hace mucho tiempo en los años de una fe marchita en la adolescencia. Vi la emoción en sus ojos en las calles estrechas (tragando saliva), oyendo la música de las flautas, los tambores, los platos y las trompetas que acompañaban los pasos casi febriles de penitentes y costaleros. El veía las lágrimas, los rostros perpétuos de las ancianas de plaza eternas, el brillo en las pupilas, los labios prietos. Al principio todo era como un gran carnaval, pero lleno de respeto. A lo largo de los 7 días que le guié por plazuelas y callejas en busca de la siguiente procesión, aprendió la dedicación de un pueblo y me hizo ver la otra cara de la fiesta: no soy religiosa, ni proceso fe alguna ni me gustan las iglesias más que desde el lado arquitectónico. Nunca educaría a mis hijos como una monja sin hábito, no los haría ir a misa (no creo ni que lo comprendan), ni tendría imágenes inútiles en casa (nunca las he tenido, ni las quiero, ni me gustan). Pero algo es cierto: la tradición, como la de los toros (tema aparte, pero dejémoslo en tradición de nuestra tierra), es parte de nuestra cultura, esa que ningun manto negro ni turbante manchado en sangre podrá quitarnos. Y admiro ese esfuerzo conjunto de los cargadores. Admiro el trabajo de unas bandas que sin Semana Santa no tendrían, probablemente, razón de ser. Admiro el trabajo de restauración de las imágenes, que a veces duran años, y el celo con el que se guarda todo. Admiro que, aún en la distancia, sin tener fe, sin ser capillita ni beata, un simple trozo de madera me haga palpitar y... Sí, emocionarme.

Ooooh... La saeta al cantar...
Al Cristo de los Gitanos...
(Por cierto, la foto es mía, y es una de mis favoritas. Esta, en concreto, fue tomada en 1996 o 97, mis primeros pinitos en el mundo de la fotografía. Tengo cientos y cientos de fotos, en b/n, en color... Pero esta siempre ha sido mi favorita.)

4 comentarios:

Riesgho dijo...

Lo describes de una manera que apetece ir a verlo. Parece mentira como sin creer en ello, pero desde el respeto, trasmites todo el sentir y la tradición de las procesiones.
Besinos.

Elphaba dijo...

La verdad es que es algo que hay que vivir. Y soy otra gaditana poco devota de las procesiones.

M. J. Verdú dijo...

Es maravilloso leer con cuanto detalle relatas las costumbres del país. Digno de una peridista.

SONY dijo...

Desde el respeto de la tradición lo has relatado muy bien y a la vez me has hecho reir con lo del... desprendimiento, jajajaja, muy bueno!!
Y es que algunas de la Semana Santa solo valoramos la limonada y las torrijas... y el saltarnos la vigilia a escondidas para que no nos pillase la abuela... !pero qué buenos estaban los chorizos de la matanza metidos en aceite...!
SONY