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viernes, 30 de junio de 2017

Sucedió en mi noche

Sucedió en mi noche. Esa velada calurosa en la que logras caer dormido bañado en sudor al borde de la medianoche después de rodar sobre una única sábana, envuelta solo en tu ropa interior y dos gotas de Henno de Pravia.

Pero el destino no me deparaba un reposo tranquilo. Corría la 1.30am cuando el chumba chumba lastimero de lo que parecía un estéreo de aquellos ya desaparecidos interrumpió el nublado sueño que entretenía mi dormir como una sesión de cine de barrio nocturna. Y digo lastimero porque lastimaba los oidos con su estridencia, acompañado de los gritos eufóricos de una caterva de adolescentes desenfrenados.

Intenté ignorarlos. Juro que lo intenté. Entre medias bajé al baño, revisé los mensajes del móvil y giré y giré sobre la cama como una peonza sin cuerda. Nada sirvió. Treinta minutos después, la música continuaba rasgando el que debía ser noctívago sosiego.

Me levanté. Abrí el armario resuelta y me calcé un par de vaqueros y una camiseta. Bajé aún descalza las enmoquetadas escaleras, la furia creciendo en mi interior como la lava de un volcán. Cogí las llaves, me enfundé unas chanclas y salí calle arriba enfilando hacia la fuente de ruido: unas 12 casas acera arriba, una fiesta estudiantil mantenía secuestrada la narcosis ajena, con una jornada de puertas abiertas que estoy segura no estaba hecha para "todos los públicos". Aquello no me detuvo, marché al interior, y pregunté por el organizador de la fanfarria, que resultó ser un renacuajo imberbe y cubierto en granos a quien solicité a gritos -no por mala educación, ni por mi creciente ira, sino porque tenía que hacerme oir sobre aquella horrible música electrónica sin sentido- que parase el desenfreno acústico, que aquellas no eran horas. Y lo paró. Botellín de Budweisser en mano me miró de arriba abajo, sonrió y me dijo: "váyase a la mierda, vieja gorda". A mis 47 años. Llamarme vieja. A mí. Lo de gorda es otro cantar, ante lo obvio no se puede discutir...

Mientras sus acólitos se echaban a reir entre embriagados espasmos, yo me estiré la camiseta y salí de allí con la cabeza bien alta.

Regresé a casa. Abrí la nevera y cogí una botella de agua medio vacía y olvidada. Rellené el recipiente con agua del grifo. Entré en mi cuarto de costura y escogí un retal viejo no demasiado grande. De la caja de manualidades extraje un pequeño frasco de trementina, con el que empapé el trapo y cuyo entremo introduje en el gollete de la botella.

Volví a la casa de estudiantes, que había cerrado la puerta pero continuaba masacrando los tímpanos de medio vecindario. Llamé a la puerta, pero nadie abrió. Me asomé a la ventana sin cortinas y cual maraca les mostré el botellín, a cuya mecha acerqué un mechero.

La música cesó de repente, mientras una veintena de miradas se clavaban en la escena del ventanal. No quería dejarlos sin más show, de modo que levanté la solapa del buzón de la puerta y comencé a vertir aquella agua limpia y cristalina. El adolescente granulado no tardó ni dos segundos en abrir y preguntar con voz de pito que qué coño estaba haciendo. Cogí la botella -mechero encendido en mano, y se la vacié encima mientras sonreía angelicalmente. Sus gritos llegaron al pueblo cercano, mientras corría casa adentro como pollo sin cabeza gritando no sé qué de gasolina...

He dormido como un ángel, señores.

lunes, 20 de junio de 2016

Relato en Re



Creo que fue un mes después de aquella observación cuando cruzamos miradas por primera vez. Hasta entonces, había sido cauta y discreta en mis observaciones del personaje en cuestión, pero esta vez descubrí algo nuevo que –dado su físico apolíneo- no me extrañó en lo ms mnimo.

Junto a su mesa había un grupo de ruidosas veinteañeras, bulliciosas y cubiertas de pies a cabeza en “atrezzo”. Y cuando digo “atrezzo” me refiero a todo lo que una persona pueda ponerse encima para cambiar su apariencia: extensiones de cabello, pestañas postizas, bronceador artificial que confería a sus pieles un tono anaranjado e irreal, dos kilos de maquillaje, tacones imposibles que a duras penas podían controlar y vestidos cortos. Muy cortos. Algunas llevaban shorts y ajustados tops que dejaban poco a la imaginación. Creo que me estoy haciendo mayor.

Una de ellas –rubia, exuberante, embutida en un corsé rojo y faldita de vuelo- entabló una ebria conversación a gritos con Walter. Se llamaba Anne y había venido desde otra ciudad a pasar el fin de semana. Por su garganta habían pasado ya tres pintas de sidra, un vodka sin hielo y tres chupitos de Jägermeister. Era ruidosa y efervescente como la espuma y Walter respondía a sus preguntas en voz baja, con una sonrisa que cambiaba la iridiscencia de su mirada.

No sé en qué momento le perdí de vista. Mi amiga Maggie me preguntó por mi nuevo trabajo y distrajo mi atención lo suficiente para que cuando desviara la vista hacia el rincón, Walter no estuviera. Su copa medio llena estaba aún en la mesa. Sorprendente, porque durante las semanas que llevaba observándole, solo abandonaba su asiento para pedir otro vino. Jamás le vi ir a los lavabos o fumarse un cigarrillo en la puerta. Tampoco le vi abandonar el local antes del cierre.
La rubia había desaparecido también.

Decidí ir al baño. Una sensación de alivio me invadió al ver a la rubia Anne y su corsé apretado repintándose los labios. Sin embargo, mientras yo hacía lo que había ido a hacer al servicio de señoras, la rubia sacó su móvil del bolsito a juego con los zapatos de charol carmesí y se enzarzó en una conversación con todos los pormenores del polvo de su vida que acababa de echar en el servicio de caballeros –mucho más discreto que el de chicas, pero más “oloroso” también- con un atractivo hombre cuyo nombre ya ni recordaba y que le había dejado unos chupetones en la base del cuello y los senos que sería la envidia de todas sus amigas. Y a pesar de que algo se me removía por dentro, no pude evitar quedarme totalmente quieta en el interior del cubículo oyendo cómo Walter era un amante insaciable que con la experiencia que le daba su edad sabía cómo hacer feliz a una mujer y cómo tocar las teclas adecuadas en aquella melodía de sexo descontrolado y frenesí de labios y lenguas. Vomitivo.

A mi regreso al bar, Walter ya estaba acomodado en su rincón, con algo más de color en las mejillas y un nuevo Cabernet en la mano. El sexo le daba sed. Y yo no podía apartar la vista de aquel rostro hasta que él alzó los ojos y nuestras pupilas se encontraron. Volví la cara, singularmente ruborizada.

A Walter le gustaba el sexo con desconocidas..


martes, 7 de junio de 2016

Relato en Do

I

Conocí a Walter en el Pub Bolton. El Bolton es un bar irlandés, oscuro y con olor a madera vieja, de luz amarillenta que al caer la tarde declina envolviendo a los presentes en una penumbra relajante. Yo solía ir al Bolton cada fin de semana y en alguna ocasión especial con mi grupo de amigos, aunque la primera vez que le vi fue en cumpleaños de Maggie, cuando nos reunimos un grupo reducido de amigas.

Walter siempre se sentaba en la misma mesa redonda en el rincón frente a la puerta y nunca llegaba antes de las 9 de la noche en invierno. En verano no solía aparecer hasta ponerse el sol, tal vez evitando la muchedumbre ruidosa de las tardes largas y los días soleados que atraían a más parroquianos al bar y se apoderaban de su rincón personal. 

Walter vestía como un viejo gentleman: chaqueta oscura, camisa y pañuelo atado elegantemente al cuello, y no aparentaba más de 40 años. Era atractivo, muy atractivo, a pesar del color tan pálido de su piel, pero eso por estas costas no es nada extraño. Sus ojos eran de un celeste casi transparente, lo que me hizo pensar aquella primera vez que era invidente. Su mirada permanecía fija en un punto muerto mientras bebía lentamente de su copa de vino tinto. Sin embargo, cuando una chica con falda muy corta se paseó de camino a los lavabos, su mirada casi translúcida siguió el bamboleo de su redondo trasero con interés.

Un día, unas semanas más tarde, descubrí a Walter sacando secretamente de su bolsillo una petaca de plata con un intrincado diseño con la que rellenó dos dedos de su copa de Cabernet Sauvignon. A pesar de su apariencia casi aristocrática y su atractivo físico, me quedó algo bien claro:


Walter era un rata.

CONTINUARÁ,,,

(Primer capítulo de un nuevo proyecto)

miércoles, 18 de septiembre de 2013

El asesino de libros

                          Old Books 2
 
Al principio creyeron que se trataba de un asesino en serie. Actuaba esporádicamente, pero de manera fulminante. Sin embargo, cuando contrastaron evidencias y compararon cada caso, llegaron a la conclusión de que nada relacionaba una muerte con otra. 
Entonces barajaron la hipótesis de que se tratara de una epidemia. Algo difícil de detectar, que atacaba de manera fatídica a cualquier género. 

Nada más lejos de la realidad...

El primer cadáver apareció decúbito prono, la espina recta, gozando de su rigor mortis, casi como si alguien lo hubiera dejando reposando sobre aquella estantería de caoba, justo en la quinta balda, totalmente desierta. La causa del fallecimiento, tras una minuciosa autopsia, quedó reflejada como "muerte degenerativa por puro aburrimiento". Aquel libro de tapas antaño de cartoné, que aparecían arrugadas, tras caer en las manos de un lector tan insípido como lento. Sus letras comenzaban a evaporarse en la mente obtusa de su leedor, como el azúcar que se disuelve en un vaso de agua caliente, y entristecido por su incapacidad de alcanzar el alma vacía de aquel cerebro insensible, se dejó languidecer hasta que el tiempo amarilleó su lomo y sus páginas se descompusieron como un plátano dejado al aire.

El segundo cuerpo apareció tres baldas más abajo. El veredicto: muerte por inanición. Además, se descubrió que murió vírgen, sus páginas inmaculadas jamás toqueteadas por dedos ansiosos, sus palabras nunca leídas por labios expertos. Al igual que el cadáver de la quinta balda, se resignó a morir por propio acuerdo, y lo hizo estoicamente, de pie, emparedado entre un clásico de la literatura británica y un manual de reparaciones electrónicas del año 54.

Algunos más aparecerían después. Ajados, abandonados a media lectura, encontrados en cubos de basura de barrios de dudosa reputación o cubiertos en soez graffiti. La policía bibliotecaria parecía no llegar a una conclusión definitiva, y la presión de los medios estaba llegando a hacerse insoportable. 

Porque en el fondo, la policía bibliotecaria había dejado pasar como muerte accidental al que en verdad había sido el primer tomo en morir... 

Lo hallaron semiinconsciente, con aquella extraña sonrisa que iluminaba su portada bajo letras doradas descoloridas por el uso. Gozaba de buena salud, decían, a pesar de sus pasajes repasados una y otra vez, de las anotaciones en los márgenes y los párrafos subrayados con lápiz. Sus hojas yacían desperdigadas, como arrancadas de su interior, pero la masacre no había sido fruto de un psicópata en pleno apogeo, sino de su inusual caída desde el estante del segundo nivel, donde perdió pie entre sus congéneres y acabó precipitándose al vacío, vomitando cuartillas cuajadas de bellos vocablos y sonriendo ante la mirada atónita de aquellos compañeros de existencia que habían acompañado su vida durante años, como queriendo decir algo así como "he llegado al fin de mis días, y me retiro feliz". 

Después de todo, aquella era una muerte envidiada por todos, una muerte por causas naturales debido a su avanzada edad (era un libro de 1910) y no acabaría reciclado en una fría y aséptica planta, transformado en vete a saber qué.

Esa noche tuvo lugar, en la solemnidad del atrio principal de la antigua biblioteca, el funeral más sentido que recordarían aquellos volúmenes de todas las edades. Y aunque circulaba el rumor que aseguraba que en breve serían escaneados y reemplazados por ebooks, los más viejos del lugar prometían seguir autoinmolándose a tiempo antes que caer en manos equivocadas... o transformarse en tinta digital.

Y esa noche, antes que ninguna, nació en realidad la leyenda del Asesino de Libros.


viernes, 23 de agosto de 2013

La Casa número 7


La Casa número Siete existió. Existe aún, su dintel encalado una y otra vez atrayendo a los viandantes que osan desviar sus ojos al interior. La mayoría no ve nada. Yo no necesito hacerlo. He estado dentro, acariciado las maletas de helechos y el falso pozo, y revivir todo lo que aconteció durante aquellas tardes de invierno que pasamos en torno a una mesa en el salón aún me eriza el vello.

Nadie podría imaginar lo que sucedía tras las puertas cerradas de aquel piso de celosías enclaustradas que daban a un patio de suelo de mármol desgastado y desigual. Nadie podría haber imaginado jamás el temor que llevaba dentro aquella familia de aspecto normal y trabajadora, el terrible secreto que cada mañana don Manuel arrastraba consigo escalera abajo, cerrando el postigo a sus espaldas y rezando para que lo que había dentro... quedase dentro.

Durante años dudé de mí misma. De lo que vi. De lo que oí. De lo que mi cuerpo sintió. De las singulares corrientes eléctricas y las historias de telefilm de terror que me contaron. Por aquel tiempo era joven e impresionable, maleable y manipulable y con los años desterré los acontecimientos de la Casa número 7 al fondo de mi subconsciente, alimentando la esperanza de que todo hubiera sido un montaje tétrico que nos quisimos creer, a pesar de tener de primera mano los consejos y la sabiduría del Padre M., el único sacerdote que mereció mi respeto y uno de los pocos versados y autorizados para ejercer el exorcismo. Solo gracias a él supe que la Casa número 7 contenía más de una historia, y que todo lo que viví fue tan cierto y a la vez tan intangible como el aire que respiro.

De aquello, nunca más hablamos. A la familia, no la volvimos a ver...

No, eso no es cierto. Veíamos a don Manuel en su esquina cerca del Mercado, vendiendo sus cupones de la O.N.C.E, y a sabiendas de su visión cada vez más apagada, tratábamos de cruzar la calle por el otro extremo, fingiendo no conocerle por temor a escuchar lo que no deseábamos oir, por temor a revivir historias en las que nunca debimos involucrarnos. 

¿Seguía el vaso invertido en aquella fuente rebosante de agua bendita? ¿Volvieron las risas tras las celosías siempre cerradas? ¿Cesó aquella molestia invisible...? No, en el fondo no deseábamos conocer las respuestas. 

Evitábamos, también, recorrer aquella calle donde se asienta la Casa número 7, que en realidad no coge de paso a ningún lugar. Y a la vez, nos sentíamos atraídos por el resplandor del sol en sus balcones y la oscuridad del soportal. Y así, siempre que recorro aquella parte de la ciudad, una de las más antiguas, sobre suelo trimilenario, no importa el destino, mis pasos me llevan a aquella calle sin rumbo a ninguna parte y se detienen ante la puerta invitadora con su lustroso zócalo con un oscuro número siete en relieve. Y aunque no me atrevo a volver a cruzar el umbral, no puedo evitar oir los susurros que se mezclan con la brisa que acaricia las hojas verdes de los helechos...

-Ven... -sisean- Entra... Eres bienvenida... Ven...

Sé que mienten, de modo que me coloco los auriculares, subo el volúmen de mi Mp3 y me pierdo entre el laberinto de callejuelas de suelo de adoquines con Iron Maiden gritándome al oido sin pudor...

666 the number of the beast 
Hell and fire were spawned to be released 

domingo, 11 de agosto de 2013

Cartas

               

Ayer encontré sus cartas. Aquellas cartas de amor y odio escondidas por el tiempo en el fondo de un cajón. Las sostuve en mis manos durante largos minutos, sin abrirlas, rememorando palabras que no quería volver a leer.
Sus ecos laceraban mi alma como afiladas cuchillas invisibles. La caligrafía impoluta y el tono azulado de la tinta traían a mí el aroma de su piel, el sonido de su voz y el brillo de sus ojos.

Diez años habían pasado desde que aquellas cartas llegaron, una a una a mis manos. Diez agonizantes años de rencores desmedidos y susurros en la noche. Nunca supe por qué dejaron de llegar. Tal vez se olvidó de mí. Tal vez encontró un nuevo recipiente para sus epístolas.

O tal vez, mientras yo me negaba a abrir aquellos sobres amarillentos, esas cartas se perdían en los recónditos confines de un buzón inexistente.

Habrían de pasar aún otros cinco años para que me atreviera a abrir sus misivas, esas en las que me contaba sus secretos más profundos, en las que desgranaba sus miedos, sus congojas, sus alegrías y sus pesares. Descubrí, en cada frase, a un ser extraordinario y nuevo, a una persona de sensibilidad y alma algo compleja. 

Y a pesar de todo, siguió siendo un desconocido...


                                                                                                                Relatos Inacabados

viernes, 26 de julio de 2013

Yo también me muero...

Me muero despacito... Aunque no lo sepas.

Me muero deprisa, a veces... Aunque no te des cuenta.

Aunque no me dé cuenta yo, me muero infinitas veces...

Me muero cuando miras.

Me muero cuando no miras.

Me muero cada segundo que me ves con inocentes ojos.

A veces, me muero porque sí. Otras, porque no me da la gana de vivir.

Me muero, sin más, cuando crees que no estoy.

Y si quiero vivir... sólo tengo que abrir los ojos... y existir.

Porque sí.





domingo, 6 de enero de 2013

Mil razones para vivir (relato)

Tara contempla el mar, inspirando profundamente y respirando la libertad que la rodea, sentada al borde del acantilado y con las verdes llanuras de Cornwall a sus espaldas. Acaba de leer la última página de una de las novelas gráficas de Joe Sacco ambientada en la cruenta guerra de Sarajevo y su sonrisa no es una de alegría. Cada una de las viñetas del tomo que tiene entre las manos cuenta una historia horrible, desesperada, real.
Leyendo este tipo de historias Tara logra transportarse a otros momentos de su vida. Momentos de los que nunca hablará, lo cual no significa que desee olvidar. No del todo. Le gusten o no, forman parte de su vida, de lo que es, de la persona quue ha llegado a ser a día de hoy. Y auqnue tuvo la suerte de no vivir una guerra, sí se tropezó con ella, o lo que quedaba, en aquella fatídica época de su vida cuyo recuerdo aún la incomoda.

Cierra los ojos y siente la brisa marina jugar con su pelo pajizo, mientras viaja en el tiempo, no muy lejos, solo unos quinquenios atrás, a aquel tiempo en el que su ingenuidad la llevó por caminos que esperaba la condujeran a una muerte rápida. Algo tan doméstico como el fin de una relación que estaba condenada desde el principio cambió su visión atornasolada del mundo. De pronto, tantos años atrás, su existencia se detuvo solo un instante y vio ante sus ojos la vida, no como la ven los que están a punto de departir, sino desmoronándose ante sus narices, desintegrándose a velocidad de vértigo sin que pudiera hacer nada por detener aquella particular catástrofe.

Tara hizo las maletas y se fue. No en busca de aventura o una historia que escribir. Jamás ha podido poner en palabras su experiencia en un pueblecito sin nombre de apenas una calle en una carretera perdida de al antigua Yugoslavia. Porque si lo hace, se convertirá en real, en paredes de cal salpicadas de sangre, en sonido de moscas y  olor con regusto a hierro viejo. No, Tara iba en busca de una bala perdida que atenuara su triste excusa para no apretar el gatillo ella misma.

Ahora sabe que solo era una chiquilla ingenua y estúpida y sabe hacer balance de lo que ha ganado como persona desde aquellos días. Porque al contrario de lo que pensaba, vivir sin él fue su salvación. Aprendió a sobrevivir en lo bueno y en lo malo sin aquella mitad tóxica que oprimía sus impulsos e impedía su crecimiento. Le había tocado la lotería y no se había enterado.



Se levanta y se sacude la falda de invisibles briznas de hierba. La lotería. Ríe como lo ha hecho desde que descubriera que la vida es más que ajustarse a unos parámetros determinados. Allí, en otro pueblecito de paredes encaladas donde el tiempo se detuvo hace años, ha sabido encontrarse a sí misma. Y ahora que lo ha hecho, quiere de nuevo volar.

Esta vez, en busca de aventura.

domingo, 21 de octubre de 2012

That time...


A veces... A veces desentierro fantasmas del pasado. Fantasmas que nunca han estado al acecho, y yo me pregunto por qué. Buscarlos se convirtió en una aventura; encontrarlos, en un deleite.
 
Son parte de mi alma. Cada uno tiene un trocito, una esquirla de lo que fui, aunque en el fondo, no saben nada de mí, de la persona real que ahora habita en este cuerpo.
 
Queda mucho por descubrir... Es ese tiempo del año en el que las puertas se abren y cierran un minuto en el tiempo, para dejar todo suspendido, a la espera... a la espera de lo que no sucederá.
 
Carcasa y hojarasca...

¡Buh! No te tengo miedo...
 
 

sábado, 4 de agosto de 2012

AQUELARRE


Cuando la luna luce rojiza, comienza a tramarse el aquelarre personal de la bruja privada que habita en nuestro ser. Nadie lo sabe, nadie lo ve. Pero está ahí, presente en nuestra esencia.


Como almas en pena, el grupo de escogidos, salpicados por el lamento de las olas y a la llama de una luna condenada a ahogarse en la oscuridad del mar, conjuran en silencio, expulsando demonios invisibles y llenando sus pobres interiores de una paz que solo durará hasta la nueva luna llena.


Luna anaranjada. Como los bidones de basura a la sombra de las duchas desiertas.

lunes, 16 de julio de 2012

La casa bajo el campanario


Nadie podía entender qué vi en aquella casita debajo del viejo campanario. La casa que ocupara lo que otrora había sido un cementerio.
Pero nadie podía siquiera empezar a adivinar la razón...

Todo comenzó aquel día que te vi en la distancia. Una sombra en lo alto de la colina, mirando a la luna con ojos tristes. No podía ver tus ojos desde donde me encontraba, pero los intuía tristes. La segunda vez que te vi me mirabas sin pudor. Con expresión extraña, pero sin ocultar tu curiosidad. 
Vestías siempre la misma ropa. Anticuada para los años que corren. Me pareciste un bohemio excéntrico y no podía quitarte de mi mente. Y una tarde que pensaba en tí, mis pasos me encaminaron hacia la casa bajo el campanario, en aquella parte de la ciudad que no estaba en mis planes visitar.
De inmediato me invadió una sensación de paz indescriptible y caí enamorada de los ladrillos rojos, de la puerta de principios del siglo pasado y la chimenea que aun conservaba su repisa original. Esa chimenea que había sido testigo, probablemente, de tantas escenas de amor frente a su fuego.

No lo pensé dos veces. Mi cuenta bancaria estaría en números rojos hasta la eternidad pero debía vivir allí. La razón ya la sabes. Tú, de algún modo. Tú, mirándome desde el campanario, oteando el horizonte con tu descolorida camisa y el chaleco desabrochado. Tú, con tus afligidas pupilas grises y ese silencio ominoso que te rodeaba. O tal vez no ominoso. No para mí, no.
Comprendí perfectamente aquellas pequeñas pistas que ibas dejando mientras renovaba mi nueva morada. Una nota apergaminada y amarillenta cuando arranqué el anticuado papel del salón. Un viejo broche cuando reemplacé la carcomida madera de los paneles bajo las ventanas... El arcón lleno de ropajes con olor a naftalina en el ático...
Tu rostro en el espejo... 
Y al fin, la mañana de mi último día de reparaciones, apareciste tú. Allí, en aquella habitación secreta tras la pared de la cocina. Víctima de un amor maldito. Enterrado en tu propio mundo de melancolía y desesperación. Tus ojos cobraron brillo y me miraste.
Y yo me quedé a tu lado. En la casa bajo el torreón de la iglesia, mientras repicaban las campanadas de la medianoche.

domingo, 8 de enero de 2012

Una vida = 650 Euros

Emiliana rogó a las autoridades un poco de compasión. Y el billete que la llevara de vuelta a casa con el cadáver de su marido...
Stefano había venido a labrarse un futuro mejor desde su natal Eslovaquia, donde le aseguraron que el pavimento de las calles irlandesas estaba recubierto de oro y excelentes oportunidades para aquel que deseara trabajar duramente. Y eso era lo qu Stefano más deseaba en la vida. Qué poco podía imaginar que su vida tendría un precio tan bajo: 650 euros de una factura impagada.

Emiliana recordaba aún con angustia cómo habían cambiado de proveedor de electricidad para ahorrar dinero, a pesar de deber 650 euros a la compañia anterior. Stefano se deprimía día tras día, encogiéndose sobre sí mismo como las velas que van desgastando su cera. Su ayuda por invalidez le había sido suspendida por no haberse presentado junto a su esposa en la Oficina del Paro. ¿Y él qué sabía? A veces, la ignorancia puede llevarte a la muerte...

Stefano había llegado en 2007 en busca de las famosas oportunidades de las que sus compatriotas hablaban. Su buena disposición propició que nunca se viera sin un empleo. Nada cualificado, porque Stefano había trabajado toda su vida en el campo, y a sus 55 años, ya era suficiente su valentía de querer empezar de nuevo en un país totalmente desconocido. Su única ambición era ganar lo justo para vivir y enviar dinero a casa, a su mujer e hijos.

Sin embargo, las cosas comenzaron a torcerse cuando le tuvieron que amputar una pierna tras infectársele después de un aparatoso accidente en un tractor a los dos años de su llegada. Trágicamente Stefano descuidó una pequeña herida en el talón y no acudió al hospital. Tenía miedo de que las autoridades descubriesen que estaba trabajando en una granja.

La herida empeoró y para cuando decidió buscar ayuda, era demasiado tarde y perdió la pierna. Su mujer llegó a Irlanda en Enero del 2010 para cuidarle. Stefano empezó a sumergirse en una depresión cada vez más profunda, hasta el punto de que rara vez dejaba la casa, a pesar de tener una pierna ortopédica y una muleta que le permitía caminar sin dificultad.

Estaban muertos de hambre y frío en un pisito pequeño y oscuro, sin esperanza. Y una tarde Stefano salió cojeando y ya no volvió jamás. Su cuerpo fue encontrado colgando de la rama de un árbol a dos millas de distancia el lunes por la mañana, en medio de un valle verde, tan verde como la esperanza que le había llevado a buscar trabajo en esos mismos campos apenas unos años atrás. Y ahora, todo lo que Emiliana deseaba, era volver a casa... a su hogar en Eslovaquia. Con el cadáver de su marido.

Emiliana tuvo que apoyarse en su amiga Mary para poder entender, y a su cez hacerse comprender ante las autoridades. Aunque llevaba dos años ya en el país, no hablaba ni una palabra de inglés. ¿Para qué? Ella tenía a Stefano.
Mientras los miembros del equipo de gobierno gastaban unos cuantos de miles de euros bebiendo y comiendo en una fiesta, mientras el máximo dirigente del país se gastaba cantidades insultantes en maquillaje para aparecer en buena forma ante las cámaras de televisión y la ministra de salud rascaba el bolsillo de los contribuyentes para hacerse un nuevo peinadito, Stefan y su mujer llevaban tres días sin comida, sin electricidad y sin calefacción. Y entonces Stefano ya no pudo más.

Emiliana, viendo que Stefano no volvía casa, acudió a su amiga Mary, casada con un compatriota, quien la acogió en su casa mientras no recibían noticias del paradero de su marido. No fue hasta el lunes por la noche que la policía se personó en la casa para confirmar lo que todos ya imaginaban: Stefano se había suicidado. No muy lejos del gran hotel donde el gobierno celebraba sin pudor una de sus multitudinarias y carísimas celebraciones.

Fue Mary la que ayudó a explicar su caso, dada la reticencia de Emiliana de aprender Inglés en el pasado. Mary explicó que la mujer tenía tres hijos y una hijas, de edades comprendidas entre los 24 y los 34 años, viviendo en su país natal, y que no podían permitirse repatriar el cuerpo de su padre. Cada uno vivía con unos exiguos 75 euros al mes. La embajada eslovaca se ofrecía pagar el vuel ode Emilia y la cremación de los restos de su marido, pero ella deseaba un enterramiento en condiciones en casa, y sobre todo, poder llevar a sus hijos un ataúd que venerar.

Stefano había caido de lleno en las garras de la depresión y, avergonzado por fallarse a sí mismo y lo que era peor, a su familia, denegaba lo que le sucedía. Todo había comenzado al encontrarse en dificulatades económicas tras no poder pagar la factura de electricidad, que se elevaba ya a 648.54 euros. Su ayuda por invalidez le había sido suspendida por no entender bien el contenido de una carta enviada por las autoridades de la Seguridad Social en la que se le pedía que llevase a su esposa a la oficina del paro, un proceso de lo más común y destinado simplemente a comprobar la veracidad de la nueva información voluntariada por Stefano: que su esposa vivía con él.
Stefano nunca se personó en las oficinas, tal vez por su depresión, quizá porque no entendió la misiva. Ni siquiera le habían suspendido indefinidamente, sino hasta que comprobaran que Emilia existía y vivía en la dirección facilitada.

Cuando Mary había llegado a casa de Emiliana, la había encontrado sentada frente a la mesa de la cocina, con una bolsa de velas en una mano esperando a Stefano. Sin comida. Sin electricidad.
Stefano le había enseñado cómo rellenar el mechero con gas antes de cerrar la puerta a su espalda para siempre.

Ahora, mientras se doblaba de dolor y dejaba fluir el llanto, arrugaba en sus manos el carnet de conducir de su marido, el pasaporte y un puñado de cartas, entre las que se encuentra una de la compañía de electricidad que reza "Hemso sido instruidos por la compañía XXX para recobrar la cantidad debida, la suma de 648.54 euros, en su nombre, Auqnue preferirían hacerlo de manera amigable, no dudarán en comenzar acciones legales si se requiere." Era la carta que había desatado la desesperación de Estefano hasta empujarlo al límite.

Por su parte, la compañía de electricidad aseguró a la prensa que aquel era un caso trágico, pero ellos en ningún momento habían amenazado a la familia con desconectarles la electricidad. Ellos habían cambiado de compañía voluntariamente, y que tenían ayudas y planes para los clientes que se vieran en dificultades para pagar sus recibos. Todo lo Stefano tendría que haber hecho era ir a hablar con ellos y pagar a plazos la cantidad estipulada...

Stefano había venido para quedarse... y decidió morir a la sombra de un árbol mientras contemplaba su última puesta de sol.


(Basado en un hecho real):

http://www.independent.ie/national-news/stefan-came-for-a-better-life-but-hanged-himself-over-an-unpaid-esb-bill-2388834.html

martes, 3 de enero de 2012

¿Un cuento de Navidad?

Este no es un cuento de Navidad típico. No hay bolitas de colores, ni guirnaldas ni champan. Es una historia terrorífica y a la vez, una historia que se repite cada año... 

Es la historia de un niño nacido en la más absoluta de las pobrezas (para el propósito de nuestra narración, le llamaramemos simplemente "J"), marcado desde el día de su nacimiento. Por su descendencia, tuvo que vivir oculto y atemorizado toda su niñez, deambulando de un lugar para otro. Habian tratado de asesinarle el mismo día en que nació, y cada vez que su madre le relataba el suceso, se le ponían los pelos como escarpia. A él y a todo el que oía la historia, porque se había salvado de los pelos de ser asesinado por un asesino en serie que esa noche, la que le trajo a este mundo, acabó con cientos de vida de la manera más cruel.
Su adlecencia tampoco fue fácil. Puede decirse que por las circunstancias que le tocaron vivir, creció con fama de "rarito", y su llegada al "mundo adulto" tampoco fue un camino de rosas. Al principio todo pareció bonito: de la noche a la mañana y gracias a su tesón, o lo que su sufrida madre llamaba "cabezonería", alcanzó el éxito y las masas aclamaban su presencia allí a donde iba. Su niño se había convertido en lo más parecido a una estrella del rock, provocando el mismo histerismo que solo los Beatles conocerían años después. Quizás "J" era un Lenon adelantado a su tiempo, aunque ya se sabe aquello de que n"nadie es profeta en su tierra", y lo que producía admiración em muchos, se convirtió en envidia de otros. Su madre no comprendería jamás por qué. Estar rodeado de seres enfermos, deformes y con enfermedades altamente contagiosas y sin cura conocida no era plato de buen gusto para la mayoría de mortales. ¿Qué tenían que envidiarle? Además, a pesar de su fama y de su nuevo status, "J" seguía malviviendo en una casita más que humilde...

Esa envidia insana que vuelve traidor al mejor de tus amigos. Sí, "J" fue traicionado y su futuro se convirtió en uno tras negro que esa traición de los que creía amigos le llevó a una muerte tortuosa. Le encerraron en una oscura habitación y le dieron una paliza tan brutal que fue literalmente un milagro que no muriese bajo las manos de sus torturadores. Se cebaron con su cuerpo maltrecho de la manera más cruel, convirtiendo su piel en un conglomerado de moratones, heridas y laceraciones que le habrían matado en pocas horas por infección. Pero no le dejarían morir así.

No, moriría de una manera mucho más retorcida, agonizando durante horas. Le tiraron piedras. Le perforaron el costado para que se desangrara lentamente, y utilizaron un martillo para atravesar sus extremidades con herrumbrosas puntillas y colgarle de un madero.

Esta historia tan cruel, os resultará muy familiar. Porque estos cuentos de terror y otras narraciones se encuentra en ese bestseller llamado Biblia, y nos lo venden con bonitos colores en navidad, embellecidos bajo un pesebre con caganers, ovejitas y magos de oriente.

Pero al final del día, es una historia de asesinatos de bebés, de una familia oculta durante de años, de un "nerd" rarito que encuentra la fama y es traicionado e inevitablemente asesinado en una imagen más cercana a Saw de lo que parece. 

domingo, 16 de octubre de 2011

PENANDO POR ANTÓN (Relato)



Dicen que su alma recorre la plaza cada madrugada, al sonar las tres de la mañana, la misma hora en la que Antón fue ajusticiado sobre esas mismas piedras, hoy grises, entonces rojas de sangre caliente.
Pasea tranquilamente, como si el tiempo no acuciara, observando, sin mirar, siempre al frente. Murmura oraciones de palabras imperceptibles, a veces solloza y a veces entona una melodía que nadie conoce, como nadie conoce su nombre o su relación con Antón. Su identidad es un mayor misterio que la muerte de Antón, y todos los lugareños le tienen el mismo respeto a su alma en pena que la que le tienen al alcalde o a la ley.
Antón fue acribillado mucho antes de que llegara el alba. Unos decían que por rojo. Otros, que por saber demasiado. Nadie sabe, eso sí, quién apretó el gatillo, y ls acusaciones contra él nunca se hicieron de manera oficial. Simplemente apareció muerto en medio de la plaza, poco después del amanecer de una mañana de Octubre, mientras caían las primeras nieves. Los blancos copos iban cercando su cuerpo, disimulando el enorme charco de sangre por el que se le escapó la vida. Y el fantasma comenzó a aparecer esa misma noche, deteniéndose en el punto exacto en el que quedó marcado el cadáver.

La plaza ha cambiado desde entonces. Nuevo empedrado, nuevos edificios, un nuevo monumento alzado hace apenas una década, y aún así, 70 años después, sigue recorriendo la senda marcada por sus invisibles pasos, llorando, gimiendo, cantando... y solo el Abuelo Ginés, que entonces no era más que un crío, conoce su nombre...

lunes, 3 de octubre de 2011

La Biblioteca Mágica


Aún recuerdo con detalle la vieja Biblioteca en casa de Grandmamá. Su olor, el lomo de los libros, la palidez de la madera...

La Biblioteca nunca fue una biblioteca de verdad. Se trataba de una estantería de conglomerado, sin pintar ni barnizar, con una cortinilla de tela verde con enormes amapolas coloradas. Estaba encajada al milímetro entre la pared y el sofá tapizado de algo semejante al cuero, de un color verde horrible y demasiado antiguo incluso para los años setenta, en un rincón de la oscura salita.

La niña que habitaba en mí adoraba sentarse en la esquina, encender la gran radio de madera que descansaba silenciosa sobre la estantería hasta mi llegada, y oir música de fondo mientras hurgaba entre las ajadas espinas de volúmenes de otros tiempos.

La Biblioteca era tan mágica como la cocina de Grandmamá, donde se creaban verdaderas joyas culinarias que olían a delicias de otro mundo. La Biblioteca era mágica porque entre sus estantes deslucidos nunca figuraba el mismo libro. Cada día cambiaba su contenido, ofreciendo tesoros para el alma de diversa temática. Así, un día aprendí todos los ríos que recorrían el continente africano por países, sus afluentes y las cordilleras montañosas que recorrían en su periplo hasta el mar. Otros días me perdía entre las aventuras licántropas de un ser que daba más pena que miedo. Los Sábados eran como una matiné cinéfila: podía perderme durante horas en intrincadas aventuras a medias entre el romance y la acción, la comedia o la ciencia ficción.

No recuerdo en qué momento dejé de acudir a la Biblioteca para llenar mi vida de adrenalina. Probablemente dejó de existir en la mudanza que auguraba mejores tiempos para Grandmamá. Nunca comprendí del todo por qué le gustaba vivir en aquel estado de semipobreza, con cuatro muebles que habían conocido tiempos mejores y que quedarían atrás para siempre. Solo le pregunté el día de la  tediosa mudanza, mientras Grandpapá envolvía preciados recuerdos en papel de celofán.
-Por amor, querida, por amor -respondió con aquel brillo en sus ojillos negros, mirando hacia Grandpapá que en esos momentos se sacudía la chaqueta gris justo delante de la Biblioteca.

No fue hasta mucho después que comprendí que no se refería a Grandpapá, sino a la Biblioteca que la había acompañado desde su juventud, en la antigua casona, aquella de la que me hablaba con el mismo resplandor en la mirada, y que se apagaban al relatarme los sucesos de la noche del fatídico fuego.

La Biblioteca ya no existe. Desapareció la misma velada en la que Grandmamá se diluyó en el tiempo, dejando atrás el aroma de sus guisos, el perfume de sus vestidos elegantes y un solo libro: aquel que nunca me atreví a abrir...




domingo, 28 de agosto de 2011

El palomar


La azotea ejercía una atracción irresistible para mí. Los domingos, en lugar de acudir al parque a alimentar a los patos, subía a la encalada azotea para alimentar palomas. Solíamos dejar, Merceditas y yo, migajas de pan del día anterior en el amplio espacio, y esperábamos pacientemente, tomando el sol como dos viejecitas, la llegada de nuestros hambrientos invitados.

Pero nunca entré en la torre.

La torre me producía pesadillas. Soñaba que quedaba encerrada entre los confines de sus cuatro paredes y que toda la furia de aquella atalaya de maldad se cernía sobre mí con tan solo mirarla. Los inquilinos eran una familia numerosa con un padre de hombros tan anchos como orondo su estómago, y un mostacho oscuro que casi se confundía con el espesor de sus cejas. En el barrio le llamaban Panchito, y en la azotea, sabíamos que era el Ogro del Palomar, como solíamos llamar a la torre cuando alimentábamos a las palomas. A veces, sentíamos ojos invisibles otearnos desde las ventanas entrecerradas, tras los perlados visillos movidos por la brisa de la mañana. Merceditas y yo nos estremecíamos. Ella se santiguaba. A mí no me estaba permitido.

Nunca entré en la torre. Tampoco lo hizo Merceditas.

Pero allí vivía la maldad.

miércoles, 25 de mayo de 2011

CAJA VACIA


Pasamos por la misma calle cada día camino del trabajo, mi amiga María y yo. Y allí está él, en su rincón que huele a orín y suciedad, sentado en cuclillas, descalzo, con la barba grasienta y la mirada perdida. Hacemos como que no le vemos, como siempre. Porque no le queremos ver. Pero arrugamos la nariz como snobs, molestas por el mero hecho de su existencia, y seguimos nuestras vidas sin un ápice de remordimiento.

Hoy, sin embargo, ha sido diferente. El mendigo no estaba allí, y si María ha pensado en él, yo no lo sé, como ella no sabe si yo lo estaba haciendo a mi vez, porque nunca hablamos de "él". Dos metros más adelante, al volver la esquina, le hemos visto. Le atacaban dos adolescentes de malas pintas, de esos que visten de chandal claroscuro y van a la misma peluquería a por su corte de pelo estilo bacinilla. Le golpeaban con los puños y pies, tratando de quitarle una pequeña caja de cartón, tan sucia como él, a la que se aferraba como si fuera la vida misma.
María y yo, dos cobardes envalentonadas por la injusticia de la escena, hemos salido en su defensa, y al hacerlo, se nos han unido anónimos ciudadanos igualmente enojados por la escena, viandantes que, como María y yo, recorren la misma calle sin verle a diario. Algunos, si acaso, le habrán arrojado una moneda pequeña para aliviar sus conciencias. Los asaltadores han huido entre muecas de desprecio e insultos. Son más cobardes que María y yo.

Mientras María le ofrecía su botella de agua, yo le he ayudado a poner en pie. Me ha mirado con sus ojos vidriosos, legañosos, y me ha regalado una sonrisa sin dientes que de inmediato se ha truncado en un gesto de dolor. La caja ha caído al suelo, y al recogerla, he notado que no pesaba nada. No había nada dentro.
-No hay nada -he murmurado, confusa- ¿Iba a dejarse matar por una caja vacía...?
-No está vacía -ha respondido con voz grave- Está llena de mis sueños. Y eso es todo lo que tengo.

No está vacía.
La caja no está vacía.

No, no lo está.

lunes, 14 de marzo de 2011

ROSAS


Ha llegado la primavera, Gregorio, y he aprendido a vivir sin ti. Ha llegado con su verdor y su esperanza espléndida de que todo será diferente esta vez. No solo ha llegado la primavera al jardín, al aire y al cielo azul, sino que ha llegado a mi vida en forma de una maravillosa nueva oportunidad en eso llamado felicidad.
Le conocí mientras compraba nuevas semillas. Quién me iba a decir a mí que este nuevo interés por la jardinería iba a traerme un sueño hecho hombre, pero asi ha sido.

Los rosales crecen estupendos. Siempre supe que eras escoria pura, Gregorio. De la mejor calidad.

martes, 22 de febrero de 2011

Casa vacía


La casa parece vacía sin tí. Crujen las maderas del suelo con los pasos que no das. Se llena el silencio de pena sin el sonido de tu voz. Añoran las paredes el reflejo de tu sombra.
Sí, la casa parece desierta, abandonada, desolada, desde que no estás. Aunque estás. Claro que estás. Todo me recuerda a tí...
Estás en quella mancha de sangre, mi sangre, que llegó a aquel rincón del empapelado junto a la ventana, del día en que me golpeaste por última vez...
Estás en aquellos arañazos tras la puerta del desván, dejados por mis uñas mientras suplicaba que me dejases ir... una de tantas veces.
Estás en aquella almohada aún húmeda por las lágrimas derramadas mientras soñaba que me querías.

La casa está vacía sin tí.

No había sitio para los dos, Gregorio. Por eso ahora descansas en el jardín, bajo los rosales que tanto odiabas desde que te clavaste una espina tratando de destruir la única alegría de mi vida.
Hay silencio, hay claridad. La casa está vacía... pero llena de vida: la mía.

lunes, 14 de febrero de 2011

Cita Importante un 14 de Febrero

Cada año organizamos en el Foro de Esther un concurso de relatos de San Valentín. el año pasado lo ganó Geno (del blog Sube a mi Nube y Estheriana gijonesa, para los que no sepan de qué va la cosa), y por tanto en ella recaía la labor de organizarlo este año. En el último minuto me decidí a participar aunque los que me conocéis, bien sabéis que no me va el rollo vomitivo de color rosa y corazoncitos elevándose al cielo. 
Este año, además, Geno cambiaba levemente las reglas, para variar de la monotonía, y aunque el tema era San Valentín, el principio (aquí de color rojo intenso), era igual para el comienzo de cada relato.
Este es el mío con el que he conseguido el primer premio a medias con Susana Riesgo que escribió un precioso relato que merecía ganar exclusivamente. Pero los votos así lo han querido y ambas compartimos podium amigablemente. Eso sí, el trabajo de organizar el próximo concurso es todo suyo, XDDD.

Esther volvió a mirarse al espejo por enésima vez. Revisó su cabello, el maquillaje discreto y el vestido nuevo (definitivamente aquel color malva le favorecía).
Comprobó nerviosa el interior de su bolso. Quería llevar todo lo que pudiera necesitar, para que nada estropease su cita. Su ansiada cita. Tanto tiempo esperando y por fin había llegado el día, nada menos que en San Valentín. Aquello era una señal del cielo, sin duda.
Oyó cómo sonaba el timbre de la puerta, los pasos de su madre que se dirigía hacia su habitación y giraba el pomo…
-Esther querida, ¿estás lista? Vienen a recogerte.
-Ya voy mamá –echó un último vistazo al espejo y decidió que le gustaba lo que veía. Abandonó la habitación.

-Mamá, sé que Patty ya es mayorcita, pero no quería dejarla completamente sola. Gracias por venir.
-Ni lo menciones. Vamos, vete. Nos divertiremos las dos toda la tarde viendo esa nueva serie de la
BBC, la de los zombies que tanto gustan a tu hija. Me ha dicho no-sé-qué de un screaming por Internet…Esther evitó una carcajada, y aferrando el abrigo del perchero al vuelo, salió al jardín.
El taxi esperaba fuera. Subió a la parte posterior y sonrió al taxista.
-Al hospital de Saint Vincent, por favor –murmuró. Durante el breve trayecto, Esther pensó que la vida no era más que un compendio de casualidades y hechos mezclados como en el bombo de un bingo. Habían transcurrido años desde que… bueno, no merecía siquiera la pena pensar de ello. Las circunstancias habían hecho que las cosas no salieran como había pensado, pero hoy, un catorce de Febrero, podrían cambiar para siempre.
Entró en el hospital con decisión, a pesar del temblor que sacudía sus manos y el palpitar casi furioso de su corazón. Tomó el ascensor a la tercera planta y recorrió los desiertos pasillos sin notar el olor aséptico del que generalmente se quejaban pacientes y visitantes. Su olfato ya estaba acostumbrado. Se detuvo ante el mostrador de enfermeras y sonrió.
-Buenas tardes, tengo una cita con el Doctor MacPherson –apenas acababa de preguntar por él, la puerta de la consulta tras el mostrador se abrió y un hombre alto y atlético le sonrió bajo su mostacho gris y la invitó a pasar.
-Señora Lucas, un placer volver a verla. ¿Cómo se encuentra?
-Ne-nerviosa, lo confieso – se atusó un mechón rebelde y tomó asiento ante el escritorio de madera de nogal. Andrew McPherson rodeó la mesa y se dejó caer sobre su sillón de cuero negro.
-No quisiera ser indiscreto, ¿pero por qué ha esperado tantos años para solicitar estos análisis? Por lo general…
-Doctor, sé que es extraño, pero hubo un tiempo en el que era feliz con lo que mi parecer me dictaba. Sin embargo no creo que sea justo para las partes implicadas, y creo que es hora de conocer la verdad. Esta noche… esta noche tengo una cita importante. La segunda importante en el día tras ésta, vaya. Y creo que es hora de desvelar la verdad. Esa verdad que ni yo misma me atrevo a conjeturar.
-Los resultados son totalmente concluyentes. No hay duda de que… pero vea, vea por sí misma. ¿Quiere que la deje sola unos minutos?
-Sí, por favor… -musitó. Agradecía el maquillaje que ocultaba en aquel momento su palidez. Andrew MacPherson deslizó una simple hoja de papel frente a ella y salió de la consulta. Era lógico que se preguntara por qué a su edad y después de casi catorce años había acudido a la clínica a buscar respuesta a sus dudas, esas que ni ella misma había sido capaz de desentrañar haciendo unas simples cuentas, pero la verdad no era fácil. ¿Se la estaba negando a sí misma? ¿Tenía derecho a negársela a su hija?
El tiempo… el tiempo era vital para todo. Lo había sido en el pasado cuando su corazón a caballo entre la ingenuidad y la pasión la habían hecho dudar del amor de un hombre y entregarse a los brazos de otro en pocos días. No era la historia de una traición ni mucho menos. Ni siquiera de un error. Simplemente, una historia más en su vida cuyo fruto había sido una preciosa niña.
Sus dedos temblorosos recogieron los resultados del test de paternidad. Lo releyó dos veces. Tres. La respuesta era clara. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Al fin la certeza. Al fin estaba segura.
Sacó del bolso el pequeño espejo y un pañuelito de papel y se aseguró de que de pronto no se convertiría en la doble de Morticia Adams con el rimmel corriendo libremente por sus mejillas. Recompuso su aspecto y acalló sus emociones.
Ahora tenía la respuesta en sus manos… y su cita de San Valentín esa noche para confesar la verdad. Ahora ya sabía de cierto… quién era el padre de Patty.