Creo que fue un mes después de aquella observación cuando
cruzamos miradas por primera vez. Hasta entonces, había sido cauta y discreta
en mis observaciones del personaje en cuestión, pero esta vez descubrí algo
nuevo que –dado su físico apolíneo- no me extrañó en lo ms mnimo.
Junto a su mesa había un grupo de ruidosas
veinteañeras, bulliciosas y cubiertas de pies a cabeza en “atrezzo”. Y cuando digo “atrezzo”
me refiero a todo lo que una persona pueda ponerse encima para cambiar su
apariencia: extensiones de cabello, pestañas postizas, bronceador artificial
que confería a sus pieles un tono anaranjado e irreal, dos kilos de maquillaje,
tacones imposibles que a duras penas podían controlar y vestidos cortos. Muy
cortos. Algunas llevaban shorts y ajustados tops que dejaban poco a la
imaginación. Creo que me estoy haciendo mayor.
Una de ellas –rubia, exuberante, embutida en un
corsé rojo y faldita de vuelo- entabló una ebria conversación a gritos con
Walter. Se llamaba Anne y había venido desde otra ciudad a pasar el fin de
semana. Por su garganta habían pasado ya tres pintas de sidra, un vodka sin
hielo y tres chupitos de Jägermeister. Era ruidosa y efervescente como la
espuma y Walter respondía a sus preguntas en voz baja, con una sonrisa que cambiaba
la iridiscencia de su mirada.
No sé en qué momento le perdí de vista. Mi amiga Maggie
me preguntó por mi nuevo trabajo y distrajo mi atención lo suficiente para que
cuando desviara la vista hacia el rincón, Walter no estuviera. Su copa medio
llena estaba aún en la mesa. Sorprendente, porque durante las semanas que
llevaba observándole, solo abandonaba su asiento para pedir otro vino. Jamás le
vi ir a los lavabos o fumarse un cigarrillo en la puerta. Tampoco le vi
abandonar el local antes del cierre.
La rubia había desaparecido también.
Decidí ir al baño. Una sensación de alivio me
invadió al ver a la rubia Anne y su corsé apretado repintándose los labios. Sin
embargo, mientras yo hacía lo que había ido a hacer al servicio de señoras, la
rubia sacó su móvil del bolsito a juego con los zapatos de charol carmesí y se
enzarzó en una conversación con todos los pormenores del polvo de su vida que
acababa de echar en el servicio de caballeros –mucho más discreto que el de
chicas, pero más “oloroso” también- con un atractivo hombre cuyo nombre ya ni
recordaba y que le había dejado unos chupetones en la base del cuello y los
senos que sería la envidia de todas sus amigas. Y a pesar de que algo se me
removía por dentro, no pude evitar quedarme totalmente quieta en el interior
del cubículo oyendo cómo Walter era un amante insaciable que con la experiencia
que le daba su edad sabía cómo hacer feliz a una mujer y cómo tocar las teclas
adecuadas en aquella melodía de sexo descontrolado y frenesí de labios y
lenguas. Vomitivo.
A mi regreso al bar, Walter ya estaba acomodado en
su rincón, con algo más de color en las mejillas y un nuevo Cabernet en la
mano. El sexo le daba sed. Y yo no podía apartar la vista de aquel rostro hasta
que él alzó los ojos y nuestras pupilas se encontraron. Volví la cara, singularmente
ruborizada.
A Walter le gustaba el sexo con desconocidas..
2 comentarios:
vaya vaya, para fiarse de los hombres con aspecto de 'gentleman'! cuántas víctimas habrá tenido ese walter... veremos si hay tercera parte del relato. ;)
Menudo semental el Walter...
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