lunes, 2 de junio de 2008

EL PROFE DE INGLES (El Rincón de Lar)


Dicen que todas las niñas se enamoran de sus profesores masculinos, pero en mi caso nunca ha sido cierto. En el defuncionado EGB sólo tuve uno, y ni siquiera recuerdo su nombre. A partir del Instituto ya se convirtió en algo normal, pero no lo había sido jamás en un colegio sólo de niñas. Fui alumna del Amor de Dios, aunque ahora el colegio se llama Nuestra Señora de Lourdes. En Cádiz había dos Colegios del Amor de Dios, el de Puntales, que ofrecía clases en mi tiempo hasta Octavo curso, y el de Marconi, que comprendía hasta COU. Nuestra Señora de Lourdes parece haberse emancipado de la orden como un niño que a los dieciséis decide independizarse y dejar el hogar materno. Las monjas allí eran adorables, nada que ver con los callos que me encontraría en el cole de Marconi. Las monjas de Puntales no tenían motes. A mí me dieron clase Sor Javier, Sor Anuncia, Sor Auxiliadora, Sor Caridad, Sor Agustina. Recuerdo sus nombres como si fuera ayer. Sin embargo, en Marconi tuvimos a Sor Sargento, Sor Pulga y Sor Amargada-de-la-vida.

El caso es que los únicos profesores laicos que tuvimos fueron siempre mujeres (las "señoritas" Margarita, Marujita, Mari, y Flores) y La Quebrantahuesos, la única profe con mote porque era la monitora de gimnasia y nos dejaba para el arrastre.

El curso de Sexto de EGB, comenzó, como todo, lleno de expectativas. Un nuevo temario, la seguridad de sentirte un año más madura, nuevos profesores... Nueva asignatura: Inglés. Qué sofisticadas nos sentíamos. Por fin nos iban a enseñar a decir Yes y Nou, y Thank you very well fandangou. En nuestros libros ponía Oxford, o quizá Cambridge y pensábamos que pronto nos llegaría el turno de conocer a la Reina de Inglaterra o al feo de su hijo, que en aquellos tiempos aún no se habia casado con Diana, y a nosotras tampoco nos importaba.

La primera novedad del curso fue el aula. Durante el último año el colegio había sufrido importantes renovaciones. Había un anexo nuevo, un ala que tendría laboratorio, gimnasio y biblioteca. No lo llegué a ver completo. Sólo el gimnasio, donde sudábamos más que en el patio. Y teníamos vestuario para cambiarnos de ropa -las profesoras se quejaban de que volvíamos a clase apestando a sudor-, pero nunca tuvimos duchas, por lo que el olor persistió, eso sí, con ropa limpia.

Como decía, la novedad fue el aula en sí, que anteriormente había sido la pequeña capilla del colegio. Donde estaba el entarimado del altar se había puesto la mesa del maestro y su adusta silla de madera, la pizarra y un inmenso mapa de España. Persistía, sin embargo, el pequeño estante que previamente había soportado el Sagrario, ahora ocupado por la más absoluta nada. Más tarde pondrían un jarroncito con flores de plástico. Para entrar en el aula había que recorrer un minúsculo pasillo que conducía a los cuartos de las monjas y a la nueva extensión. Este pasillo siempre me produjo un poco de pánico, porque había una especie de mesa estrechita de recibidor con el busto de un Cristo en agonía (*), ese Cristo con las espinas encajadas en el cogote, a tamaño natural, con gotas de sangre en el rostro y la boca abierta como si acabase de ver el vídeo de The Ring. Siempre pasaba con los ojos cerrados, convencida de que mirarlo me produciría pesadillas para el resto de mi protestante y agnóstica vida.
Y la siguiente novedad fue el Profe de Inglés.

Alto. Espigado. Con gafitas de metal pequeñitas y redonditas. Más "chupao" que un pirulí de la Habana. Y aunque a nuestra tierna edad de 12 añitos nos parecía un dinosaurio, calculo que debía estar recién salido de Magisterio, a juzgar por su falta de experiencia y sus metodos. Veinteañero. Dos cursos nos duró. Dos años dando clases a 42 insolentes que se le reían en la cara. No supo imponer disciplina. Desde el primer día, mientras él se esforzaba en meternos alguna palabra guiri en la cabeza, nosotras nos empeñábamos en seguir hablando de estrellas del Super Pop y cambiando pegatinas, cromos y chinitos de la suerte.

Porque este profesor quijotesco (de cuyo nombre no puedo acordarme), pretendió enseñarnos inglés de modo teórico. Es decir, llegaba, subía al encerado y se pasaba una hora escribiendo las reglas del uso del gerundio. Luego nos ponía frases de ejemplo, las traducía al español y hasta mañana de nuevo. Así, llegaron los exámenes y suspendió a toda la clase, porque nos puso un exámen de traducción cuyo vocabulario desconocíamos. A ver de qué nos servía a 42 charlatanas aprender de memoria "el gerundio inglés se forma añadiendo la terminación -ing al presente del verbo", si en el test tenías que traducir "I am taking my dog for a walk".

Y claro, cuando 42 madres intentaron rodear a la directora en su despacho, el cero patatero se convirtió en el discreto "suficiente". Nota que continuamos sacando hasta Junio sin pegar un palo al agua.
Al profesor SIN NOMBRE no sé si lo despidieron o se fue solito, y jamás le volví a ver. Tampoco recordaría su rostro, porque nunca le miré mucho después del "incidente".

El incidente sucedió en medio de una clase a la que me llamó a la pizarra para traducir -cómo no-otra frases de casas y perros. Al levantarme de mi asiento, la compañera del pupitre a mi espalda me susurró (casi gritó, la verdad), que me sentara. Yo, como impulsada por un resorte obedecí y la miré y con los labios me dijo que tenía un manchote de sangre en el baby azul de cuadritos. Discretamente me levanté de nuevo, me agarré el baby y... sí. Me había venido la regla con saña y sin avisar, como sólo te viene cuando llevas unos meses intentando habituarte a tu nueva "amiga" y eres tan irregular como el autobús.
Y más roja que la mancha de mi bata de colegio alcé la mano y pedí permiso para ir al lavabo.

-"¿Al lavabo?" -se extrañó el larguirucho- "Pero si estoy esperando a que salgas al encerado".
-"Por favor..." -supliqué, cada vez más mortificada.
-"Me parece que ya eres muy mayorcita para no poder aguantarte unos minutos, ¿no te parece?" -a buenas horas pretendía mantener su disciplina. Yo ya estaba dispuesta a salir aferrándome la mancha para que no la viera, cuando la compi de atrás, sin tapujos ni pelos en la lengua dijo:
-"Mr. X, es que le ha venido la regla y tiene todo el culo manchado de sangre. Pero una mancha bien gordota".

Momento Mastercard: el profe tan granate que creíamos que le daba algo. Sin decir nada me hizo un gesto de que podía irme, y el resto de la clase muerta de risa, pero no a mi costa, sino a la de él. Yo corrí al lavabo, que quedaba -para más inri-, al otro lado del patio, sujetándome la falda y la trasera del baby como si tuviera un ataque de diarrea mientras corría por mi vida. Y luego tuve que permanecer dos horas sentada sobre mi propia humedad, después de pedirle amablemente a Sor Engracia, una monjita que se sentaba siempre en el hall a bordar, una compresa (gracias a Dios poco después descubriría el Tampax). Y los anticonceptivos.



Esa puerta, al fondo, es la del servicio del pasillo superior. La del inferior queda a la misma distancia.




Sor Engracia, además, era una monjita simplemente encantadora. No daba clases. Había sido mayor desde que nació, pero Dios le conservaba una vista para las labores que la mantenía ocupada 24/7. Ahora la recuerdo como un calco de Teresa de Calcuta con uniforme azul, y era lo más amable y dulce que te podías echar a la cara. La que te daba manzanilla cuando te dolía el estómago, y ositos de gominola cuando te veía por los pasillos.

Pero el más sonado de los incidentes del profe fue cuando en una de sus teóricas peroratas, mientras depotricaba cualquier cosa -él sabría, nosotras aún no habíamos comprendido el verbo To Be siquiera-, y en su énfasis calculó mal sus pasos y se dio de lleno con la cabeza en la estantería del antiguo Sagrario. El golpe fue tal que cayó para atrás en el suelo, ante la sonora carcajada de una clase muy poco dada a pensar que podría estar seriamente herido. De un salto se puso en pie y con la mano en la cabeza masculló una disculpa -nunca sabremos en qué idioma-, y abandonó el aula.

Al curso siguiente nos tocó la Señorita Flores, que de señorita a veces tenía poco y que se ganó nuestro respeto cuando tras quince minutos de cháchara ininterrumpida y algarabía constante, en su primer día, encendió un cigarrillo en medio de la clase. Estupor general, silencio sepulcral y el año que aprendimos a hablar inglés. Flores aún es profesora en el colegio de Puntales. La mejor que nunca tuve.

Y me ha dado mucha alegría encontrar la historia de mi cole aquí.






(*) El busto del Ecce Homo que teniamos en el colegio no era el de la foto, pero este me va a producir pesadillas esta noche de seguro.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Tus historias son muy especiales... tienen el poder de sumergirme en ellas, vivirlas y además llevarme a recordar mis historias tan parecidas a las tuyas. Es un lujo para mí poder dedicar un ratito de placer al día para leerte, si, de placer, disfruto cada linea tu forma de escribir.

Candela dijo...

Ayyyyyyyyy!! Tu que me ves con bu3enos ojos, Maica!!

Elphaba dijo...

Jejejeje, ese profesor me recuerda a uno de francés que tuve...

anele dijo...

Es cierto, empiezas a leer y no puedes despegar los ojos de la pantalla... cómo "enganchas",joía!!
Me hace gracia, porque acabo de recordar una escena parecida en el cole, aunque gracias a Dios nadie se dió cuenta de mi supermancha, y recuerdo que me puse la rebeca a la cintura para taparla y regresar a casa sin que se notara...

Inma dijo...

El mío era de ciencias naturales..."igualico igualico q su difunto aguelico"