Cuando aprendes tu primera lección en la vida, se recuerda para siempre. Al menos yo lo hago. Mi primera lección vino de la mano de mi abuela y casi no me di cuenta. Ese día salí perdiendo. Perdí algo que me gustaba mucho, y a día de hoy, aunque en aquella época sólo tenía seis o siete años, el corazón todavía se me encoje al recordar mis acciones.
En casa de la abuela, guardaba mis tesoros en un bolso de terciopelo verde oscuro con bordados de filigranas plateadas y de colores. Era un bolso alargado, con cierre dorado, y había servido para guardar las agujas de tejer lana. Cuando la moda de este tipo de bolso de labor pasó, acabó en mis manos. .Mis tesoros se componían de tres bolas de billar (dos blancas y una roja), que naturalmente en mi infantil imaginación no podían ser más que huevos de dinosaurio, descubiertos por esta exploradora sin carnet en los tiempos en que Indiana Jones aún andaba en pañales; una piedra extraña en forma de pizza, cubierta con una especie de capa mineral brillante que recordaba el azúcar; un trozo de plomo moldeado en la forma de un corazón; una barra de labios ya gastada de sabor a chocolate, de Avón; un puñal de plástico plateado con empuñadora jaspeada, bastante pesada, arma indispensable para esta Indy femenina en ciernes. Y una cajetilla metálica que parecía una pitillera, pero que al abrirla alzaba una especie de solapa, quedando la caja convertida en un armatoste triangular compuesto de lente y lupa. Tenía una seria de filminas, de mitad de tamaño que el de un negativo normal. Se colocaban en una ranura delante de la lupa y podías vislumbrar una imágen de principios de siglo (del pasado siglo XX) o de finales del XIX. Eran escenas familiares, posando, con hermosos vestidos, salones vetustos, pianos de cola. Había algo en la contemplación de aquellas imágenes, cuando me sentaba en el poyete amplio de la ventana del cuarto que era la casa de la abuela, esa ventana interior que daba al patio de Rosi y me enfrentaba directamente a la ventana del dormitorio de Merceditas. Con la luminosidad cansina de la tarde silenciosa mecida por el sonido de una radio, las horas se me pasaban atisbando por el objetivo de mi cajita mágica, imaginando nombres e historias para aquellos rostros del pasado. Ejercían sobre mí el mismo tipo de poder sobrenatural que ejercen esas fotografías en sepia de personas que nunca conocimos. Tal vez porque la abuela me contaba que habían sido suyos en su niñez, y como todo lo antiguo, me parecían simples objetos de arte.Un día tuve una riña con mi abuela. Ni siquiera recuerdo el motivo. Sin duda fue por no querer ir a por el pan o no querer poner la mesa. Tal vez porque quería ir a la azotea a jugar y se acercaba la hora de comer. No lo sé. Lo que sí sé es que en mi ofuscación infantil, en busca de una salida a todo mi enfado embotellado, cogí las tijeras y corté en dos cada filmina, y con las pruebas incriminatorias en pedazos en mis manos salí al corredor y se las mostré a mi abuela en la cocina, seguramente pronunciando con un orgullo feroz algo así como: "Ea, pues mira lo que he hecho." Y mi abuela, con toda la calma del mundo respondió: "Pues mira que eres tonta. ¿No decías que eran tus objetos preferidos? ¿Quién ha salido perdiendo aquí?"
Y me retiré, triste, desolada, rendida, al escalón vecino, en el otro patio que daba a la casa de la Bruja Piti. Me senté y miré las filminas destruidas, sintiéndome culpable. Había querido herir a mi abuela de algún modo, tal vez pensando que aquellos trozos de celuloide tenían un significado especial para ella. Pero los tenían para mí, y los había perdido.
No sé si traté de arreglarlos con Fixo. No sé si lo conseguí o tiré los trozos inútiles o se perdieron en los remotos confines del pasado, como se van dejando atrás las migajas de nuestra existencia. Sí, perdí las filminas que tanto me gustaban.
Pero aprendí en valores morales. Y gané en apreciación de las cosas que tenemos y amamos.
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