Papá fue diplomático en Russia en los tiempos de la Guerra Fría, aunque las malas lenguas (en especial la de mi abuela materna), aseguran que fue un espía.
Desde pequeña quise ser como papá, y dedicarme a la política... o al espionaje. Pero papá decía que las mujeres no podemos dedicarnos a lo segundo, que somos fáciles de sonsacar información. Que la tortura en una mujer es mayor, y aguantamos menos porque no sólo es física sino sexual, y eso no solamente tortura la mente sino el alma entera. Papá me dijo esto cuando cumplí los ocho años y jamás se me ha olvidado, aunque entonces no entendí muy bien el significado de sus palabras. Yo seguí jugando a ser una versión femenina de James Bond, un Angel de Charlie o una Matahari en alguna imaginaria guerra.
Con los años mi sueños de violencia gratuita se esfumaron y la realidad ocupó el lugar nunca abandonado del todo por la infantil imaginación de una niña sedienta de aventuras. La política no me atraía y la Guerra Fría había concluido. Me hice periodista, y tras pocos años trabajando en el equipo de producción y redacción del noticiario nacional, pude obtener mi preciado premio: una corresponsalía. En Afganistán.
Papá puso el grito en el cielo, claro, aunque ya hace más de diez años que dejé de vivir bajo su techo y él ya está retilado de su puesto. Afganistán no es lugar para mujeres, me dice, pero yo pienso, precisamente, en las muchas mujeres atrapadas en esa vida que sólo tiene sentido para ellas. No voy a marcar la diferencia, ni voy a ser una mártir. Ni siquiera voy a intentar comprender su estilo de vida.
Es mi aventura, mía sola, y la voy a disfrutar de principio a fin. No soy la única reportera enviada a Kabul.
El viaje en avión ha sido largo, mis piernas se resienten pero a la vez tengo un choque de adrenalina que me mantiene en tensión, a la expectativa. El trayecto en coche hasta el hotel no hace nada por calmarme. Me siento como si me hubiese tomado un tripi, como en aquellos tiempos de estudiante en los que me mantenía despierta a base de una combinación de café y anfetaminas blandas, esa pildorita rosa recetada a mamá por su médico, y que yo le sustraía de la cajita lacada sin que se diera cuenta. Mamá siempre vivió en el limbo.
Hay polvo. Polvo por todas partes. Y casas medio destruídas, y pobreza. Mucha pobreza. Veo mendigos por el camino, lisiados, niños sucios. Esta no es la bienvenida que esperaba, aunque sólo estamos en la periferia de la ciudad, al pie de las montañas que pronto se cubrirán de nieve. Hace calor y el conductor señala a lo lejos unos edificios altos, más modernos. Creo entenderle que allí está mi hotel, y no puedo esperar a encerrarme en mi habitación y encender el aire acondicionado.
No sé mucho de Kabul, apenas he mirado por encima la guía turística (por llamarla de alguna manera) que adquirí en el aeropuerto. Sólo sé que tengo dos días para familiarizarme con la ciudad y después comenzaré mi trabajo. Lo que no querían decirme en la emisora de la que provengo es que estoy aquí para cubrir el puesto dejado vacante por mi predecesor, víctima improvisada de una bala perdida de no se sabe qué ejército. Dicen que en Kabul la lluvia de balas es mayor que la pluvial.
El hotel no es ninguna maravilla, bastante básico. Hay aire acondicionado pero funciona a ratos. La nevera de la habitación está vacía. La televisión no tiene más que un canal. Las sábanas están remendadas y las toallas tienen agujeros. En recepción me dicen que el agua está racionada y sólo es disponible unas pocas horas al día, principalmente a primera hora de la mañana y al atardecer.
Me duele el cuerpo. Me duelen las muelas. Antes de venir, fui al dentista. Quería hacerme un pequeño arreglo, por si acaso... Y siento las efímeras molestias derivadas más de mi cansancio que del trasiego de mi boca. Tengo sed.
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Estoy corriendo por una polvorienta carretera. A mi lado, cámara al hombro, corre Juancho, que había sido el compañero inseparable de mi antecesor en estas áridas tierras. Acabamos de caer en una emboscada. Delante nuestra iba un camión americano que literalmente ha saltado en el aire ante nuestros ojos. Tenemos que correr... correr de las balas que nos persiguen, de los gritos endemoniados detrás de las armas. Correr del horror.
Caigo.
Todo está oscuro. Me duelen los hombros, los codos, las muñecas, el abdomen, las piernas. Estoy atada a una incómoda silla de metal, mis manos en la espalda, la boca amordazada. Creo que me han pegado. Sí. Puedo sentir el sabor agridulce de mi propia sangre, el olor ácido. Me he hecho pis. No sé cuánto tiempo llevo aquí, sumida en esta oscuridad. Ahora noto que me duele la nariz. Creo que está rota. Apenas si puedo abrir un ojo. No... no está oscuro. Simplemente tenía los ojos cerrados. Los abro y veo el rostro del horror, el de mi torturador, que sonríe sin dientes, con una cara arrugada y tan polvorienta como el camino por el que corríamos despavoridos. ¿Dónde esta Juancho? Quiero preguntar, pero no puedo emitir sonido. Tengo la garganta seca como la suela de un zapato. El desdentado me está diciendo algo. No le entiendo. Su inglés es pésimo... Me arranca la mordaza y me abofetea con fuerza. Creo que estaba perdiendo el conocimiento de nuevo. Se aleja hacia la puerta, que está frente a mí, a sólo un par de metros, y a la vez tan lejos, y llama a alguien.
Otro hombre entra. Es alto. Lleva pantalones militares, túnica y un turbante blanco. Huele a sudor. Me habla. Su inglés es pasable. Me pregunta cosas que no comprendo, cosas que no sé. Intento explicarle que no pertenezco al ejército americano, que soy periodista, corresponsal en Kabul. Se ríe, dice que no es estúpido, que soy una perra infiel y sucia, y vuelve a abofetarme. Saca del bolsillo un cigarro y lo enciende. Le digo que no es de buen musulmán fumar y se ríe en mi cara. Pequeñas gotas de saliva alcanzan mi rostro y siento deseos de vomitar. De hecho no puedo detener la náusea, intento girar la cabeza hacia la derecha y una bilis atraviesa mis labios con un espasmo feroz. El hombre vuelve a reir y escupe a sus pies. Me coge por el cabello, me hace mirarle. Me cuesta respirar. Creo que voy a vomitar de nuevo, pero logro contenerme. Me echa el humo apestoso a la cara y con el cigarrillo entre los dedos, lo acerca a la piel de mi escote. Hunde la llama en mi piel y grito. Dios, el dolor es insoportable. Me tira de la pechera, hasta que la tela cede y me arranca el sujetador. Esta vez hunde el cigarrillo cerca del pezón derecho y el dolor es tan lacerante que creo que me voy a desmayar, pero ni siquiera me da tiempo. He caído de la silla. No. Me ha tirado. Me ha abofeteado con tal fuerza que he ido a parar al suelo, casi al otro lado de la pequeña habitación, volando con silla y todo. Con la lengua me toco los dientes. No están flojos.
El desconocido planea sobre mí como un halcón. Se asegura de que estoy consciente. Llama a un par de sus secuaces y me levantan. Deshacen la cuerda que ata mis manos y me sujetan por los brazos. Soy como una muñeca de trapo.
Siento el puño en mi estómago. Duro, opresivo. Me doblo hacia adelante pero me coge por el cuello. No puedo respirar... no puedo... Me arranca el resto de la ropa. Los tres hombres ríen, sus miradas lascivas recorriendo mi magullado cuerpo. Me tiran a un rincón y el que ha apagado los cigarrillos en mi pecho asegura que va a volver. Se toca la entrepierna y dice que voy a pasar un buen rato.
Papá tenía razón. Mientras descargo mis lágrimas en el sucio y frío suelo me doy cuenta de que nunca habría sido una buena espía. Tengo miedo. Tengo miedo y me duele todo, y no creo ser capaz de soportar más dolor. Si tuviera algo que decir lo diría, pero sólo llevo un par de días en Kabul, no conozco a nadie más que a Juancho y no tengo información de ningún tipo, mucho menos algo que pueda servir a estos mercenarios.
Oigo los pasos por el pasillo, no me queda mucho tiempo. No voy a consentir que sus manos me toquen, que su cuerpo horade el mío. Me llevo las manos a la cara y me doy cuenta de que tengo el brazo izquierdo roto. No es más una pieza de la marioneta que soy, sin vida.
Introduzco los dedos de la mano derecha en mi boca, tanteo los dientes. La falsa corona se desprende tal y como el doctor Karpov me enseñó a hacerlo. En su interior se aloja una diminuta cápsula con cianuro. Papá me había hablado de estas píldoras durante toda mi infancia, uno de los métodos más efectivos entre los espías rusos para salvaguardar los secretos de su patria.
Creo que, en el fondo, habría sido un buen agente secreto. Muerdo la pastilla... El miedo se ha esfumado.
8 comentarios:
Candela, me ha costado leerlo entero, me temía lo peor, y lo peor no es la muerte.
La violencia sexual me produce pesadillas, pesadillas auténticas. De hecho no veo cine que contenga ese tipo de imágenes porque me afectan mucho, y cuando he empezado a leerte he sentido la tentación de dejarlo a la mitad.
He continuado porque a veces, la curiosidad es más fuerte que cualquier otra cosa, y su final me ha tranquilizado. Ahora respiro.
He experimentado muchas cosas en mi vida y esa es la unica que no querria jamas de los jamases tener que vivir. No me importa que me peguen cuatro hostias si aun puedo mantener la dignidad. La dignidad no me la toca nadie, y a este personaje, tampoco.
Me ha pasado lo mismo que a Shirat. Estas cosas ni siquiera puedo leerlas. Menos mal que has sido compasiva con ella y con nosotros.
El sentido dramático de la situación y la carga emocional del personaje, todo lo que trasmite está muy bien conseguido.
Es un relato y como tal ficción, pero pone los pelos de punta, muchas mujeres no tienen "la suerte" de poder tomar la decisión de la protagista y eso es lo verdaderamente espeluznante...
Impresionante, como siempre.
Me ha gustado mucho tu relato. Por desgracia, este tipo de escenas se han dado mucho durante las dictaduras sudamericanas y ahora también en estos países donde la mujer no es nada. Creo que esta descripción sería incapaz de verla en cine, no soporto ningún tipo de violencia física o psíquica.
Pues sí, yo también creo que has sido muy piadosa con la prota. Lo has resuelto de forma muy elegante pero a la vez nos has transmitido el horror que significa estar ahí.
no tengo palabras.....la verdad es que vi...marchitarse a una persona por una causa...similar....la vi marchitar...y creo que....esa via que tomo la protagonista fue la mejor...la muerte fisica es menos dolorosa que la muerte espiritual....y alguien que vive una experiencia asi....y no muere....te aseguro que tampoco vive.....muy real
besitos
Genial!!! Me atrapaste con este relato. Felicidades
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