martes, 21 de octubre de 2008

DOÑA RECATO


En el barrio la conocían como Doña Recato, su verdadero nombre olvidado con el paso del tiempo. Doña Recato tenía una edad imprecisa, era de esas mujeres que nunca tuvo juventud. Pero había sido joven, vaya que sí.

Desconocida para todos, ataviada desde los pies a la cabeza del negro más riguroso y estricto, hasta sus pañuelos eran negros, de la más fina seda, pero negros como la tiñe. Su verdadero nombre era Agustina Ciruelo, y había nacido casi setenta años atrás, en un hospital que ya nadie recordaba y que se había alzado cerca de las viejas murallas de la ciudad.

A Agustina se le caducó la sonrisa al tiempo de nacer. Ni siquiera fue un bebe llorón o una niña caprichosa. Lo cierto es que Agustinita, como la llamaban sus padres, era incapaz de mostrar emoción alguna, y con el tiempo su rostro fue adoptando ese rictus que la hacía parecer tan inánime como una estatua de cera.

Se casó a los dieciocho años, ni por amor ni por dinero. Esas cosas, como todo en su vida, se perdían a los intereses de Agustina, que a decir verdad, no tenía interés alguno más que el de salvaguardar las apariencias y su buen nombre, ese que quedó olvidado en los anaqueles de la historia.

Nadie sabe si fue felíz, ni siquiera su ahora difunto esposo, Rigoberto de la Cruz Martínez supo jamás si su cónyuge fue feliz. Se sometía a sus tocamientos lujuriosos sin protestar, pero tampoco dejaba entrever si el acto sexual le gustaba o por el contrario la repugnaba. Rigoberto era un hombre prudente y algo tímido en ciertos aspectos domésticos, por lo que se había abstenido de preguntar sobre un tema tan delicado y... embarazoso. Así pues, un buen día decidió buscar sus placeres en algun otro lugar y dejar de molestar a una mujer en cuyo trasero se podrían producir témpanos de hielo tan grandes como los de la Antártida, según decía por los clubes que los caballeros frecuentaban, en total confianza a sus más allegados.

A Agustina no le importó. Pasaba los días contemplando los jardines que se extendían al otro lado de la calle, donde las jóvenes parejas se cortejaban mientras los niños jugaban al aro o a la pelota. Se preguntaba qué extraña razón les llevaba a tales actividades, mientras ella era incapaz de sentir.

Rigoberto acabó dejándola. Encontró consuelo en una mocita apasionada, con color en las mejillas y palpitar en las venas, y para evitar escándalos mayores, emigró a las Américas con su nueva querida, donde bajo un nombre falso, la desposó y comenzó una nueva vida que duró bastantes años, hasta que murió víctima de unas fiebres. Atrás quedó Agustina La Fría, cómodamente situada con el título de la casa y una pequeña fortuna a su nombre en el banco. Y ella ni le echó de menos, había convivido con un extraño como el que alquila una habitación a un inquilino.

Su vida transcurría en la ventana, mirando el parque y sus colores cambiantes, sin añorar nada, sin ambicionar nada tampoco. Y comenzó a envejecer, criticando en silencio, reprochando las conductas, las vestimentas, los besos en los soportales y las rodillas en exposición, los bañadores, los tacones imposiblemente altos, las cabezas sin simbrero. Poco a poco los tiempos cambiaron, el barrio se renovó. Desapereció el parque y se alzaron edificios, las faldas se acortaron, y nació Doña Recato, conocedora de tiempos mejores sólo en su cabeza. Ya ni siquiera la ventana era un aliciente. Su único consuelo era saber que, toda su vida, había vivido sin tacha, honesta y pudorosa, como debía ser. Ni un milímetro de sus arrugados tobillos había visto la luz jamás. Su cuerpo nunca había sido acariciado por los rayos del sol. Ella era, siempre lo fue, una dama correcta, recatada y en control de su pose, de su vida, de su ropa.

Doña Recato murió de un patatús al escuchar una crítica hacia su persona. Su intachable, impoluta, inmaculada persona. Un comentario mientras abandonaba la panadería, tras abonar su pago por unos pasteles que no disfrutaría, habían detenido su impávido corazón.

-"Jamás tiene una sonrisa para nadie, qué mal educada. Se las dará de señorona, cuando todo el mundo sabe que su marido la dejó por una cabaretera porque no la soportaba."

Cayó al suelo en medio de la calle, las faldas alborozadas indignamente, enseñando más de lo que jamás se había visto a sí misma, y Doña Muerte, caprichosa, se permitió la innoble maldad de dibujarle una mueca extraña en los labios... asemejando una sonrisa.

Dicen que nadie acudió al cementerio, en un entierro sin servicio, y que en la funeraria, mientras la preparaban para el sepelio, se vieron incapaces de devolver una forma normal a aquella cara carcomida por las arrugas. Nunca, decían, en su profesión, habían visto algo igual: ojos abiertos, tristes, opacos. Y unos labios de sonrisa imposible. Tanto que asustaba.

Doña Recato murió como había nacido: sin pronunciar sonido. Y pronto se esfumó como vivio... en completo silencio.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Ceo que ha conocido a alguna que otra Doña Recato. Afortunadamente, ya no quedan...recuerdo de pequeña a aquellas señoras que vestían siempre un hábito (muy feo), por una promesa hecha, renunciando a estar guapas. ¡qué cosas!, aquello nunca lo comprendí.

Bertha dijo...

Yo tengo una en mi finca, una persona amargada y casi siempre sola, todo le molesta, hasta hace bien poco a cambiado el negro por otros tonos oscutos, pero su amargura no a desaparecido, le molesta la gente en general, vamos podria decir que hasta el aire y no deja a nadie ni repirar.
Una Doña Perfecta, vamos un tostonazo?

Ana I. dijo...

Me ha encantado tu Dña Recato.Creo que todos conocemos a alguna, y no tan mayor seguramente, jejeje. besotes, me tienes enganchada a tus historias!

chema dijo...

leí en algún sitio algo así como que la sonrisa es un gesto facial que los bebés adoptan por primera vez cuando sacian su hambre, tras tomar el pecho o el biberón. eso me da que pensar. creo que las personas que nunca sonríen tienen un problema desde que nacieron... probablemente no sea cupla suya.

Anónimo dijo...

Como siempre un placer leerte... Me dan una pena horrorosa todas las Doñas Recato, que las hay y muchas, que vida más triste llevan... en fin...

Geno dijo...

Pobre doña Recato, no sabe lo que se perdió!