Matar por primer vez fue fácil. Más de lo que esperaba. No lo hizo por dinero, ni por venganza, ni siquiera por un ataque de celos o simple odio. No sonocía a su victima. Jamás supo su nombre, su pasado o sus circunstancias. Se llevó la vida de aquel inocente simplemente porque le salió de los bigotes.
Era una tarde calurosa, y acaba de bajar la pata tras dejar su huella en el parterre de un naranjo en una calle estrechita de Sevilla. La Feria estaba en pleno apogeo y el calor pegajoso empujaba a la gente a las casetas, el refrescante fino o la manzanilla, mientras en el aire sonaban los ecos de las porculeras sevillanas de Los Cantores de Hispalis.
Una naranja cayó a pocos centímetros de él justo cuando un caniche doblaba la esquina. Einstein se quedó mirando el fruto amargo, duro, intacto. Y miró al caniche. Sin collar, sin identificación, parecía perdido. Cómo odiaba a aquellos enanos cobardes. Pequeños hijos de puta rastreros y viciosillos. Odiaba sus andares, su simulada timidez. Saltaban con su propia sombra, los muy imbéciles. Luego, mucho más tarde, cuando llegó al bar del Llamas, cogería su costumbre de llamarlos "lamecoños", expresión prestada de uno de sus secuaces que gastaba un humor fino e irónico, propio quizás, de sus raíces sureñas. Pero esa es otra historia...
Einstein miró de nuevo la naranja. Y al caniche. Al caniche, a la naranja. Y por primera vez, algo parecido a una emoción sacudió su cuerpo libre de pelaje. Algo le hizo vibrar, bullir la sangre que llevaba dentro. Su corazón parecía a punto de explotar.
El caniche le miró altivo, con la naturalidad del que sabe que los gatos temen a los perros. No este gato. Einstein tenía demasiado bagaje como para dejarse impresionar por semejante criatura. Saltó sobre el can antes de que el pensamiento asaltara su mente. Le introdujo la naranja entre los morros, presionando bien hasta el fondo, con una expresión tan salvaje que al ver su propio rostro reflejado en el cristal del escaparate de una mercería, se sorprendió a sí mismo. Empujó y empujó, hasta asegurarse de que el fruto no podría ser escupido. Observó con media sonrisa la vida escaparse de esos ojos sin pupila, negros como la misma muerte que recogió su alma vencida, negros como su piel.
A partir de ahí se dedicaria a perfeccionar su técnica, como todo buen psicokiller. Era el despertar de sus emociones, de lo único que hacía palpitar el hasta entonces lánguido corazón que ocupaba algún lugar de su anatomía felina. Con cada vida que tomaba se sentía más vivo que nunca, como si el sólo propósito de su existencia fuese matar.
Era fácil ser gato y asesino en serie. ¿Quién iba a sospechar de él? ¿Quién iba cuestionarse las desapariciones de unos animalillos? Las sombras de la noche y los barrios bajos se convirtieron en su zona de ocio habitual. Porque eso era lo que matar significaba para Einstein: un puro esparcimiento.
Era fácil ser gato y asesino en serie. ¿Quién iba a sospechar de él? ¿Quién iba cuestionarse las desapariciones de unos animalillos? Las sombras de la noche y los barrios bajos se convirtieron en su zona de ocio habitual. Porque eso era lo que matar significaba para Einstein: un puro esparcimiento.
Buscaba a sus víctimas con cuidado. Seleccionaba a su presa, la sometía a seguimiento, y cuando se aseguraba de no ser observado ni haber dejado huellas rastreables, la acorralaba y acababa con ella. En el recuento de sus víctimas había tres caniches, dos perros sarnosos en las últimas, algunas ratas de río (si no había más remedio) y unos 14-15 gatos de diferentes razas y poca embergadura.
Hasta que apareció el Llamas en su vida. Lo encontró una noche, cuando volvía de una de sus fechorías. Tenía sangre en una de las puntiagudas orejas (la cosa se había complicado inesperadamente cuando su presa había tratado de defenderse de un zarpazo), y el Llamas pensó que estaba malherido. Lo llevó a su casa, un apartamento bastante bien amueblado sobre su garito, y le lavó la sangre. Admirando la elegancia exótica de su raza, decidió quedárselo a pesar de que nunca le habían gustado los gatos, y Einstein jamás intentó escapar. Tenía buena comida, un lugar seco donde dormir, una mano que le mantenía libre de pulgas y garrapatas y la posibilidad de encontrar mejores presas en las sórdidas callejuelas que rodeaban al Club de los 7 Pelagatos.
Y pronto descubriría el poder fetiche de mordisquear los tobillos perfumados de las putas del barrio.
15 comentarios:
No me extraña que Einstein acabara con el caniche. Entre el calor, los Cantores de Híspalis, la naranja espachurrada y toda la calle pegajosa, tener que aguantar que una estopa blanca con patas te mire altivo debe resultar insoportable. Mas aún teniendo en cuenta que el pobre Einstein acabó en la calle por culpa de no tener el perfecto pedigree en su piel. Seguro que eso siempre lo tuvo en el subconsciente. En la mente de todo psicokiller siempre hay un bolsillo cerrado de la memoria que de repente se abre cuando el más mínimo desencadenante lo provoca...
Por cierto, excelente denominación aportada por tu secuaz respecto a esas clases de razas caninas. Yo nunca lo habría dicho con tan acertada exactitud :D
al leer la historia, pensaba que se iba a pelear con el caniche por la naranja. aunque no sé yo si a los gatos les gustan las naranjas, que son muy especiales.
qué miedo da en la foto, qué colmillos!! :o
EL final es magnífico, jajaja. Muy chula la historia.
Candela, ¿me prestas al gatito?, tengo superpoblación de ratas en las bodegas.
verdad que si? el termino es del todo acertado, efectivamente, aunque el de estopa tampoco se le queda atras, eh?
Se lo presto, capitan, se lo presto.
Chema, esas naranjas sevillanas son amargas amarguisimas, jomio, si no se las puden comer ni las personas... Aunque a mi padre, que es muy rarito para esto de los sabores, le encantan, mira tu por donde...
Yo una vez iba con prisas desde Santa Justa, que hay (o había, ya no lo sé) un camino con naranjos y sin mirar pisé una y me arreé una leche tal que me dejó sentada de culo en medio de la acera con cara de gili. En ese momento yo también hubiera matado a alguien...
Estos dos son tal para cual. No auguro nada bueno...
Candela, me gusta tu nuevo look, más maduro, diría yo.
Y, sí, sigue gustandome el giro psicotriller que está tomando tu blog.
Besos, guapa.
1-.CAndelinaaa,téngote abandonáa!!Pero ye guai,que vuelvo y veo tu paso por chapa y pintura y mola mucho!!!
2-. El relato me gusta mucho.Viniendo de ti y de tu (vamos decir) "poco gusto" por los gatos,me gusta que lo pongas así que al revés: tampoco puedo con los caniches.EStá guai,que los felinos son muuuucho más listos de lo que se pueda creer,pero da un poco de miedín esti,eh?Como diz BLAS,normal..Cantores de Híspalis,la Feria,el calor,...brrr.
3-. Voy seguir cotilleandin,ahora que tengo un pelín de tiempu.
:-)
Ufff, que yuyu de gato, aunque espero seguir conociendo sus andanzas a través de estos relatos... eso sí, cuanto más lejos, mejor, ajjajajaj
yo quiero ese gato de guardaespaldas
De verdad que Einstein da miedo. Ay, caniche perdido, que no sabías donde te metías...
Por cierto, Blas, que bien que te entiendo. A mí me han pasado algunas cosas parecidas en medio de la calle y oye, entre la cara de tonta y la rabia contra ti misma que te da... a patadas hasta contra los árboles XDDDDDD
Con tu relato me esta pasando como a un niño con una peli de miedo, me tapo la cara con las manos pero abro los dedillos para leerlo... jeje
mira que da miedo el Einstein, pero no puedo dejar de seguir tu relato, por eso espero la siguiente entrega debatiendome entre el miedo y la curiosidad!!!
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