Cadiz, en algun momento de la decada de los 70.
El abuelo Servando me regaló una piedra muy extraña cuando yo era aún un triste pingajo. Era una piedra plana, de tez manila por una cara y la otra salpicada de una especie de brillantina, que hacía reflejos bajo la luz. Me dijo que provenía de un lugar mágico y yo le creí. Durante años la guardé dentro de un bolsito con el que jugaba a ser una de los Angeles de Charlie. El bolsito era negro, de charol rayado, y en su anterior albergaba las armas fundamentales de todo Angel: una pistolita de agua, un espejito para hacer señales, sombra de ojos, una barra de labios de Avon con sabor a chocolate, y la piedra, con la que atizar al enemigo en la cabeza en caso de fallarte la pistola, por supuesto.
Con los años, yo crecí y la piedra menguó, debido a años de desgaste y juegos imaginativos. Un día desapareció, como muchos otros objetos que habían sido importantes en mi infancia y en mi mente fantástica. El abuelo Servando me había confesado, en una tarde calurosa de verano, bajo la sombra del patio y arrullados por el sonido melodioso del afilador, mientras se encendía un puro, que la piedra provenía de un lugar mágico parecido a la luna. Entusiasmada, le dije que quería ir a visitarlo. Con su extraña sonrisa me dijo que, si lo deseaba de verdad, algun día iría. Le creí, como me creía todos sus cuentos increíbles. El abuelo era un Big Fish, como el de la película de Tim Burton, pero eso entonces no lo sabía.
Limerick, finales de los 90.
Poco antes de empacar todo en cajas que un amigo guardaría en su garaje hasta que dispusiera de ellas, había encontrado una cajita de cartón amarilla, antiguo contenedor de puros de los que fumaba el abuelo. En su interior hallé unas viejas postales ya olvidadadas, un espejito de mano con una ilustración gastada por el tiempo y la piedra salpicada de brillantina que creí perdida para siempre. Y sin dudarlo la añadí al contenido de mi maleta. Mi aventura acababa de empezar, un país nuevo, amigos nuevos, una vida desconocida delante de mí y el ansia de viajar y conocer esta tierra que me adoptaría de ahora en adelante.
Un día llegué en un autobus cargado de gente al Burren, un paisaje lunar, de piedra gris y terreno calizo, modelado por capricho del clima en una meseta pétrea y desértica que es una de las mayores atracciones del bajo Shannon.
Y entonces lo supe. Aquel trocito de piedra oculto en el cajón de mi apartamento pertenecía a aquel lugar, encontré a millones de familiares rocosos y brillantes, ocultos en un rincón lejos de las pisadas de los turistas. Y recordé las palabras del abuelo. Nunca sabré cómo la piedra llegó a sus manos, el abuelo Servando sólo viajaba en su imaginación, dudo que jamás abandonara incluso la provincia. Su secreto se fué a la tumba con él como lo hicieron muchos finales inacabados, muchas historias llenas de misterio e incertidumbre.
La piedra... La piedra sigue en una cajita con una coleccion de tesoros sin valor que enriquecen mi alma.
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