Mucho antes de que el nombre se hiciera célebre con Verano Azul, yo ya conocía a un Pancho, de cuatro patas y raza canina.
Pancho era un perro sin pedigrí destinado a morir ahogado en la mar salada. Un amigo de mi abuelo tenía una perra que había tenido cachorrillos, y Pancho, aún sin nombre, era el último de la camada que no habían podido "colocar". Mi abuelo, aunque vivía en aquella habitación mágica que de día era salita y de noche dormitorio, se apiadó del pobre can y se lo llevó a casa. Pancho creció y se acostumbró a su mínimo espacio. Dormía en la habitación como los demás.
Yo nací y Pancho ya estaba allí. De hecho, yo estoy aquí gracias a Pancho, que me salvó la vida. Dice la historia que en el piso de mis padres, mi madre me había puesto a dormir en mi habitación. Pancho gustaba de dormir a los pies de la cuna de barrotes plateados, velando mi sueño. Mientras, mis padres disfrutaban de un par de horas de intimidad. Continúa la historia. que aún cuenta mi madre, que el perro comenzó a ladrar insistentemente, y ella, temerosa de que me iba a despertar y que sería imposible volverme a dormir, entró en el dormitorio dispuesta a castigar al fiel y normalmente calmado Pancho, y que al increparle y ordenarle que se callara, Pancho comenzó a ladrar más fuerte, sus patas apoyadas en mi cuna. Fué entonces que mi madre vió lo que oucrría. En mi sueño, mis labios habían hecho contacto con la mantita que me cubría, y pensando, tal vez, que era mi pipo, mi chupete, había comenzado a succionar el material, de modo que la manta estaba ahora a medio camino de mi garganta, impidiéndome respirar. Me estaba ahogando y el rostro se me estaba poniendo azul. Gracias a Pancho, mi madre pudo evitarme una muerte por asfixia casi segura.
Pancho murió cuando yo tenía unos 9 o diez años. Hasta entonces, cada noche, cuando pasaba los fines de semana o las vacaciones estivales en casa de mis abuelos, venía a lamer mi rostro en medio de la noche, cuando estaba dormida. A veces me despertaba y le acariciaba la cabeza a modo de agradecimiento.
Si alguna vez lloraba por alguna tontería infantil, en medio de la noche, mientras todos dormían ajenos a mi pesar, Pancho estaba siempre ahí, durmiendo a los pies de mi cama, y su sexto sentido le hacía venir y darme un lametón afectuaso, como sólo los perros que te quieren mucho saben hacer.
Me dijeron que Pancho murió envenenado. No era un chucho viejo, tenia unos nueve o diez años, aún le quedaban unos cuantos más de vida canina. Pero cuentan los que saben que algunos vecinos no querian tener un perro en el inmueble (a pesar de que eran los gatos los que hicieron estragos más tarde), y que alguien le echó algo en la comida que mi abuela le servía en su platito de plástico deslucido en el corredor. Yo siempre sospeché de la que llamábamos "La Bruja Piti", la anciana encorvada y alta de pelo blanco y siempre vestida de negro, la que vivía en el corredor en torno al patio, en la misma planta de mis abuelos y que siempre se quejaba de que Pancho estaba en medio de su camino, o de que perseguía al gato negro, su gato, al que con malicia infantil bautizamos Azrael. También se quejaba de que Merceditas, Esmeralda y yo estábamos en su camino, y me preguntaba cuándo nos echaría el veneno en los chupa-chups o las pipas.
Enterramos a Pancho en los terrenos adyacentes a la antigua estación de ferrocarril, en un jardín descuidado. Mi abuelo me llevó un par de veces a llevarle flores a mi Pancho, el que veló mis sueños hasta la noche en que murió, cuando vino a besarme a su modo por última vez y luego se echó a mis pies, derrotado, sabiendo que no despertaría en la mañana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario