martes, 27 de mayo de 2008

LA TATA (El Rincón de LAR)

La Tata siempre fue rara. Rarísima. Había vivido en una casa al lado del cementerio antes de que la ingresaran en un hospital mental, donde moraría ya los últimos años de su vida entre Napoleones y Josefinas, añorando a su loro Pepe y sus numerosos gatos. Pero antes de todo esto, la Tata había vivido en un primer piso, en el casco antiguo, cerquita del Ayuntamiento, en una calle estrechita y con cuesta. Una casa con lúgubres historias donde nunca me sentí cómoda. No por la supuesta presencia de fantasmas o espíritus en babia, sino por la oscuridad del piso, los gatos, el loro insolente y el denso aroma del perfume agobiante que sólo soportan las señoras de cierta edad.

La Tata siempre fue mayor. Como Fred Astaire, siempre tuvo carita de vieja, con sus rizos negros y su nené en la frente a lo Estrellita Castro. En las fotos de boda de mis padres ya parece mayor, y cuando ella misma se casó, con un amigo exlegionario de mi abuelo, a mí me parecía una anciana. Siempre llevaba abrigo de piel, con estola y broche. Siempre llevaba joyas de las antiguas, aunque la Tata era madre soltera y solo había trabajado de mocita, precisamente en la casa donde se le empezó a hinchar la tripa hasta que la señora la echó a la calle. Crió a su hijo en aquel piso, y cuando el niño tenia seis o siete años, bajando a la carrera las empinadas y resbaladizas escaleras de piedra desgastada por el tiempo y los cepillos empapados en lejía, se cayó y perdió el conocimiento tras un golpe en la cabeza. Al despertar decía haber visto a niños atrapados en los escalones, asegurándole que todo iría bien y suplicándole que los sacara de allí. Pero el golpe no dejó más huella que ese sueño estremecedor.

Me contaron que muchos meses después, cuando hicieron obras para reparar las peligrosas escaleras, encontraron huesos humanos bajo la piedra deslucida. Ignoro si es cierto. Lo que sí es cierto es que la Tata, ya antes de vivir junto al cementerio, era dada a prácticas muy poco ortodoxas, como leer la mano y el futuro en las cartas.

También era aficionada a la práctica de ritos y magia blanca, siempre aconsejando colocar velas aquí o allí, pronunciar ciertas palabras "secretas" o mezclar remedios caseros y efectivas cataplasmas. A mi madre la ayudó a encontrar el lugar exacto donde se hallaba un anillo que había perdido hacía meses. Creo que el ritual consistía en repetir una palabra tres veces seguidas y colocar un vaso de agua con sal en la habitación donde se creía haber perdido el objeto. Tres días más tarde apareció el anillo, detrás de la cómoda, que mi madre se dispuso a retirar para limpiar a fondo. Casualidad, posiblemente. A mí me echó las cartas justo a mi regreso de Canarias, a donde pretendí ir a curarme del rechazo de una separación dolorosa, y de la cual no se le había dicho nada "para evitar la vergüenza". El caso es que empezó a hablarme de palmeras tropicales, de una isla y de una carta esperada con ansia (todo cierto). Me dijo que el futuro me deparaba otra isla. Naturalmente no la creí. La carta llegó en unos días. La isla poco más de un año después, en la que sigo.

Pero de todas las historias curiosas que rodean a la que concimos siempre como la Tata, la más escalofriante es la que se refiere a su relación con una de esas muñecas de porcelana y cartón piedra con las que creció mi madre. Contaba su vecina del segundo, que era ciega pero tenía el oido fino, que muchas veces la sorprendió sentada en su salita junto a la ventana del reyano, ajena a que podía ser vista, bueno, en el caso de Pacita, oida. Contaba la ciega que la oía hablar como con alguien, de esa manera con la que sólo se habla a los niños pequeños. La oía formular preguntas, y al pcoo, otra voz diferente, la suya, engolada, de ultratumba, responder. Pacita se santiguaba y continuaba su ascenso o descenso por las angostas escaleras. Creo que un día le preguntó sobre ello y mi Tata, del modo mas natural dijo que simplemente hablaba con la muñeca, una de esas muy parecidas a la Mariquita Perez original.

Esa muñeca perteneció a mi madre de pequeña, y muchos años más tarde, tras creerla perdida y destruida para siempre, la recuperó. Cuando se enteró de la historia oculta tras aquel rostro de porcelana pálido y ajado, a la que pensaba restaurar y comprar una peluca (sus hermosos bucles castaños habían sido cruelmente mutilados por su prima), la muñeca, Mariquita o no, fue exiliada al fondo del armario donde no sé si aún sigue.

A la Tata se la llevaron una noche de primavera a una institución, después de que llamara a la policía por enésima vez, convencida de que unos piratas gitanos estaban escalando el balcón para robarle todas sus joyas, pieles y objetos antiguos. El balcón de aquella casa cerquita del Ayuntamiento a la que tuvo que regresar cuando al morir su marido fue desahuciada de la casa al lado del cementerio porque los herederos del antiguo casero encontraron fallos y tecnicalidades en el supuesto documento de compra del inmueble.

Pero esa, quizá, es otra historia, y una muy, muy triste.


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