miércoles, 23 de julio de 2008

DOÑA CONCHA (RELATO)





Doña Concha era muy adusta. Siempre lo había sido, mucho antes de que se añadiese el doña y se acortase el nombre. Conchita había sido, más que seria, antipática. O como su padre decía, un cardo borriquero.

Había sido una grata sorpresa para la familia cuando Conchita decidió casarse con el panadero del pueblo, porque nunca se le había visto mozo que le hablara. Conchita había conocido al panadero en un baile en el corral de doña Paca y decidió que ya era hora de independizarse de sus padres.

Con los años, aprendió los entresijos del pan en todas sus variedades, sin rechistar, sin decir nada, porque su marido, aunque tenía un carácter afable, también tenía una suculenta cuenta bancaria que sería suya algún día, a pesar de que sabía que Pepón se gastaba los cuartos en la tasca de don Manuel y no le hacía ascos a la camarera en el almacén.

Cuando Conchita, ya transformada en doña Concha se quedá encinta, decidió que tenía bantante de harinas y levaduras y se dedicó a criar a su hija con tal seriedad que más que madre creció siendo su carcelera. Cuando Pepón murió de un infarto en brazos de la camarera, vendió la panadería y se compró la gran casona del monte, alejada de todos aquellos paletos con los que había convivido tantos años, se dedicó a contar billetes y a vivir de los sueños que nunca tuvo. Su hija, María, creció en una casa de jardines descuidados, ventanas cerradas y juguetes escasos. Tan escasos como el amor que le prodigaba su madre.

María fue a la escuela, donde fue sometida a burlas y malos tratos por parte de sus compañeros. Maria era una niña rara, que no sabía ninguno de los juegos de los otros niños. No sabía saltar a la comba, ni el arte de esconderse, ni sabía de cuentos infantiles.
Su madre le dijo que nunca tendría amigos y que eso era lo que había, le gustase o no. Su madre tuvo razón.

María se convirtió en una adolescente desgarbada, ni gorda ni flaca, sin curvas, de cabello inánime y mirada opaca. Estudió para maestra de escuela bajo el criterio y la elección de doña Concha, "que sabía mejor de nadie lo que era mejor para ella", a pesar de que a María no le gustaban los niños. De hecho le aterrorizaban, fobias acumuladas desde su infancia en las aulas.

Doña Concha no le permitió acudir al baile de graduación. No quería que perdiese su tiempo encariñándose de algun ganadero, tendero o boticario del pueblo, su hija merecía más que eso. Su hija heredaría toda su fortuna el día de mañana.

Y María no fue a ese baile, ni a ningún otro, y los años pasaron con su título de maestra cogiendo polvo en el viejo marco de madera, colgado de la pared de papel antiguo del comedor, mientras doña Concha se quejaba de su ciática, y de su lumbago, y de lo mal que tenía la vista.

Los largos cabellos de María, tan deslucidos como el empapelado, se hicieron canos mientras se decía que se debía a su madre, que ella sabía "lo que era mejor para ella".

María veía a las parejas pasar por delante de la valla de la casa, de camino al prado, a disfrutar de picnics y besos apasionados mientras ella sálo leía del tema en sus desgastados libros de amor. María suspiraba por el lechero, que traía una botella de desnatada, una de entera y media docena de yogures cada dos días. Y suspiraba por el chico de las bombonas de butano, que era demasiado joven para ella y mascaba chicle sin parar, algo que doña Concha sin duda censuraría. Y suspiraba en sueños, mientras sus manos volaban al msmo ritmo que su imaginación y al primer atisbo del alba corría colina abajo a confesarse en la iglesia, y no podía evitar suspirar por el nuevo párroco, de ojos azules y cabello prematuramente gris.

Suplicó a su madre que la dejara viajar a la capital, un tiempo, a visitar a sus primos. Pero doña Concha guardó silencio todo el día, su mirada fija en la chimenea, y al caer la noche le dijo que no podía irse. ¿Quién cuidaría de ella? ¿Quién la ayudaría a bajar las empinadas escaleras, le prepararía sus comidas y le haría la cama? De seguro ella no podía hacer todo eso, ¿es que no le importaba su ciática, su lumbago, el mal estado de sus ojos y su estómago delicado?

-Pero madre, algun día tendrá usted que buscar a alguien que la cuide, yo no voy a estar aquí para siempre. Quiero casarme, y tener mi propia casa, y...
-Tú no harás nada de eso -los fríos ojos de doña Concha se clavaron en ella, segura, firme.
-Pero madre...
-Tú no estás hecha para el mundo de ahí fuera, no estás hecha para vivir una vida que no te corresponde. Tu morirás sola, María. Sola. Mírate. ¿Quién se molestaría siquiera en mirarte?

María corrió espantada a su cuarto, las palabras de su madre retumbando en sus oídos. Morirás sola. Sola. Sola. Se miró en el espejo para ver que ya no tenía 15 años, ni 20, ni 25. El tiempo había pasado por ella como el sol en tierra árida y el agua ya no regaría aquella planta marchita.

Recordó cuando, a los 16 años había hecho la maleta y tratado de escapar de casa. Su madre la había encontrado en la puerta principal, intentando abrirla sin éxito. Estaba cerrada con llave, y María nunca había tenido llave de la casa. Al volver de la escuela cada tarde su madre la esperaba en la veranda.

Recordó a los 22, cuando el ayudante del pintor que vino a repasar los techos le guiñó un ojo y le dio conversacion sobre una taza de café. Al día siguente ya no regresó. Su madre se había quejado de su comportamiento.

Recordó a los 30, cuando le habían venido a ofrecer un empleo en la escuela del pueblo, y su madre le había dicho que merecía mucho más educar a un montón de palurdos malcriados. El trabajo se lo habían asigando a Margarita, la hija del alcalde, y gracias a ello había conocido al apuesto profesor adjunto que vino como soporte. María se dijo que de haber aceptado, ahora sería ella la esposa del guapo maestro y sería dueña y señora de la casa del valle, con sus jardines floreados y su estanque con peces de colores.

Y María odió a su madre. La odió con todas sus fuerzas, con esa pasión que no había conocido en ningún otro terreno. Cuando la oyó llamarla para acompañarla a la cama, la arropó como hacía cada noche, temerosa de mirarla a los ojos y verse a sí misma. Bajó a la cocina a por su vaso de leche y las dos pastillas de costumbre y vio de nuevo su rostro reflejado en el cristal del mueble.

Y lo supo.
Supo que se convertiría en su madre, amargada, resentida y marchita. Enterrada en vida en una casa que caería sobre ellas el día menos pensado. Cogió de nuevo las pastillas del cajón y las molió deprisa en el mortero, en silencio, minuciosamente. Las añadió al cálido líquido blanco y subió presurosa, las mejillas arreboladas de excitación por primera vez en su vida.

A la mañana siguiente, María plantó rosas de todos los colores en el jardín, especialmente en la parte más alejada de la casa, sobre un montículo de tierra fresca removida, y plantó gladiolos, y margaritas y pensamientos. Y cuando hubo acabado, se lavó las manos en el fregadero, se las secó en al falda y salió despacio, cerrando tras de sí aquella puerta de la que nunca tuvo llave.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Muy lindo y muy siniestro, me encanta...!

(Te leo siempre desde el google reader. Tu blog es el que más se actualiza del mundo!!! ;-) )

Candela dijo...

Es que tengo dedos inquietos!! El google reader? Y eso qué é lo que é?

Teresa Guzmán dijo...

ME HA ENCANTADO!!! NO TENGO PALABRAS CHICA.

Anónimo dijo...

Simplemente genial!!!!!!

Besotes

Lar

Susana Ce. dijo...

Que buen relato, de verdad.
Me ha gustado mucho!

Anónimo dijo...

Genial !!!!! como todo lo que escribes
Besos

Anónimo dijo...

Genial!!!! como todo lo que escribes. Besos
Raquel