Nos mudamos a Sotillo poco después de la Revolución. Tras las clases comencé a trabajar de ayudante de un odontólogo conocido de mi padre, Don Miguel Aldecoa, y de su mecánico, Jesús Polo. Tenía nueve años y trabajar para él me parecía todo un lujo. Por llevarle el maletín, don Miguel me daba dos reales, una pequeña fortuna en aquellos tiempos.
Papá nos concedía una asignación cada Domingo, a mi hermano y a mí. La de mi hermano era una peseta, que apuraba tomándose un café en el local popular entre la juventid de entonces, "La Bombilla", y cubría la entrada del baile. Al finalizar el baile, iba a la sesión cinematográfica de las siete y media. Yo, con mi "perrona", diez céntimos, tenía suficiente para el cine infantil.
A pesar de mi cuerpo desarrollado y mi aspecto despierto, la verdad es que fui un niño muy inocente, casi tonto. Jesús Polo y sobre todo don Miguel, a pesar de su aspecto serio, sus anteojos sin montura y la cadena de plata que los sujetaba a su chaqueta de impecable material, era muy bromista. En los ratos en los que no había clientes me convertía en objeto de sus bromas, voluntario ignorante de sus absurdas peticiones. Pero como he dicho, era casi tonto. Por eso no pensé al principio nada extraño cuando don Miguel me envió al Casino a por un recado. Debía ir a pedir una taza de agua bien caliente. Otras veces ya me había enviado a por café, manzanilla o té, pero jamás a por agua. Y aquello me dio que pensar. Tanto, que me detuve en el portal del edificio, sin atreverme a salir, y me senté en un banco junto a la portería, devanándome los sesos pensando en el "encarguito". Y cuanto más pensaba, más extraña me parecía mi misión. Estaba seguro de que era una de sus bromas, por lo que tras esperar un tiempo prudencial, subí de nuevo al taller. Allí estaban los dos, muy serios, observándome en silencio.
-"El camarero me ha dicho que el agua se les ha acabado" -dije, y ambos se miraron y rompieron a reir. Yo no comprendí la gracia de la historia, de modo que callé y decidí ser más avispado en el futuro. Al día siguiente, don Miguel se enteró de que yo nunca había aparecido por el Casino, al comentarlo con el camarero mientras desayunaba. Y el que rió fui yo.
Una tarde llegué y los hallé buscando y rebuscando por encima de las mesas del taller, moviendo libros, quitando macetas, abriendo y cerrando cajones con rostros preocupados.
-"Falta una corona de oro"-me informó don Miguel muy serio, una funda para una muela. Me uní a la búsqueda, pero al cabo de un rato había perdido interés y salí a la galería, donde había un motor para pulir, y allí me senté. Oí sus risas y me relajé. Otra de sus bromas, ¿eh? Pues no iba a ser partícipe de sus artimañas de nuevo. Tanto me relajé, que me dormí allí mismo. Ellos, al ver que tardaba, salieron a buscarme. Don Miguel, con su seriedad sempiterna me preguntó por la corona.
-"¿No me ven? La estoy buscando" -respondí, y volví a cerrar los ojos.
Estas bromas fueron parte importante de mi vida como aprendíz. A veces lo que nos parece insípido y estúpido no son más que pruebas lanzadas al camino, especialmente cuando sólo eres un aprendíz, un chico de nueve años aún en la escuela. Pero pronto me gané su confianza y me dejaron en paz, limitándonos a trabajar.
Don Miguel me envió un día a Correos, a recoger unos paquetes de cinco por diez centímetros. Pero sus instrucciones me asombraron y sorprendieron a la vez. Me entregó una autorización.
-"Vas a ir a Correos con este papel, y te darán un paquetín así de pequeño" -con las manos me enseñó las medidas-. "Lo coges, lo guardas en el bolsillo del pantalón, y sin sacar la mano del mismo para nada, con el paquete bien asido, vienes directamente aquí. Pero vienes andando. No corras, porque si corres te puedes caer y entonces sacarías la mano y podrías perder el paquete. ¿Entendido?" -asentí con la cabeza, fascinado por el misterioso paquete- "¿Te ha comido la lengua el gato?"
-"Si, señor. Entendido" -sentí la necesidad de hacer un saludo militar, de llevar mi mano a la frente como los soldados de las películas, pero la seriedad de la mirada de don Miguel me disuadió de ello.
Hice el recado tal y como me lo encomendó. Era un paquetito de madera lacada, pequeño y pesado, y lo aferré con fuerza en el interior de mi bolsillo, ardiendo en deseos de saber qué contenía y a qué se debía tanta precaución. Cuando llegué, don Miguel miró bien los precintos y entonces lo abrió.
Y comprendí el misterio y la delicadeza del encargo. El interior de aquella cajita de madera albergaba monedas de oro de veinticinco pesetas, relucientes y bellas, un tesoro para mis miserables ojos. Jamás había contemplado una moneda así, nunca mas las ví tras abandonar el taller. Pero aquellas brillantes monedas me dieron una idea.
En 1933 teníamos monedas de 5 céntimos y de 10, a las que comúnmente denominábamos "perrina" y "perrona". Las de diez céntimos eran de cobre. También teníamos monedas de 25 céntimos de níquel (el real) y monedas de 2 reales de plata. Tras ellas venían la peseta, las 2,50 ptas y los duros, de plata también. A partir de ahí, la moneda se convertía en billetes de 25, 50 y 100 pesetas. Decían que había billetes de 500 y 1000 pesetas, pero doy fe de que nunca los vi, eran tan escasos que sólo los poseían los verdaderamente ricos.
Papá ganaba 10,07 ptas diarias. Las fiestas abonables y los Domingos no existían. Lo que sí existían eran las huelgas, muy de moda por esa época. El mes más largo era de veinticinco días de no haber huelga, de modo que mi padre, trabajando todo el mes, se ganaba unas doscientas cincuenta pesetas con setenta y cinco céntimos. Y de ese modo era difícil que un trabajador conociese un billete de quinientas pesetas, mucho menos de mil. Yo estaba seguro de que era una leyenda urbana, una invención de los más adinerados para presumir de tener algo totalmente único y extravagante.
Pero al contemplar el deslumbrante brillo exquisito de esas relucientes monedas de oro, mi imaginació comenzóa trabajar sin cesar. Algunas monedas de cinco céntimos estaban más gastadas que otras, renegridas por el cambio de mano y el paso del tiempo, y las que no estaban gastadas mostraban con todo lujo de detalle el rostro de Alfonso XII por lo general, en su cara y el sello en la cruz. Y mi idea no fue otra que pulirlas con el motor para restaurar su brillo legítimo. Pulía aquellas que estaban con poco uso y que conservaban todos los rasgos de la cara y la cruz en perfecto estado. Las pulía con pómez y Blanco España, como hacíamos con las dentaduras, y las dejaba como un espejo. Se las enseñaba a los otros niños y me sacaba un dinerín extra. Por una perrina brillante cobraba de dos a tres perrinas, según viese la posibilidad de "restauración" de la moneda y de quién se tratase el interesado, y el negocio tuvo tal aceptación que en el momento que tenía un rato libre en el taller y Jesús o don Miguel no me veían, ya estaba puliendo como un poseso.
Pero mi negocio no iba a tener el largo futuro que le aventuraba. El motor se resentía día a día, y don Miguel me sorprendió en plena tarea una tarde, en un descuido en la galería. Se situó tras de mí y observó en silencio, sin descubrir su presencia hasta que oí su voz inquisitiva y su aliento en el cuello.
-"¿Se puede saber qué haces, muchacho?" -quedé petrificado en el sitio. Acerté a deterner el motor, con manos temblorosas. Se me fue la voz, la garganta se me cerró, presa del pánico. Era consciente de la gravedad de lo que etaba haciendo, tan consciente que me pregunté por qué no se me había ocurrido desde el principio que mi idea no era más que una estupidez que pod►1a ponerme de patitas en la calle.
Don Miguel tomó la moneda de mis manos y la observó con sus anteojos firmemente sujetos sobre la nariz.
-"Bien pulida, si señor. Parecería una moneda de oro si no fuese por el color" -me vió tan asustado que se echó a reir-. ¿Para qué quieres esto tan brillante y limpio? Venía observando que el motor funcionaba mucho, así que pulirás muchas de estas monedas. ¿Para qué demonios las quieres? ¿No ves que en poco tiempo vuelven a ponerse negras de nuevo?
Le tenía más miedo en aquellos instantes que a un lobo, su sonrisa y tono apaciguador no iban a engañarme, no. Así que rompí a llorar como una niña con trenzas y confesé mi crimen. Don Miguel me devolvió la moneda, se ajustó la chaqueta y con voz de trueno llamó al mecánico.
-"Jesús, creo que vamos a cambiar de oficio. Resulta que yo, después de estudiar tantos años, gano el cuarenta por ciento, y Enrique aquí gana de un 100% a un 15o% simplemente puliendo monedas" -Y ambos se partieron de risa mientras yo los miraba entre lágrimas, el corazón palpitándome en el pecho. Me dio una palmada en el hombro y añadió:-. "Sigue con el negocio, pero en menor escala, que la corriente vale dinero, y el pómez y el Blanco España, así que no nos vayas a arruinar."
Tiempo después, en vista de que mi hermano no encontraba trabajo ni dónde aprender un oficio, me sustituyó en el taller y yo me concentré en la escuela, pero añoraba las bromas diarias, las risas, mis monedas pulidas. Don Miguel era un señor con todas las letras, un caballero excelente, muy paciente. El fue el que me enseñó tan sólo en tres días, las horas del reloj, un misterio para mí hasta entonces.
Como a las monedas de oro de la pequeña cajita, jamós volví a verle. A don Miguel le mataron poco más tarde en la Guerra, en Oviedo.
3 comentarios:
Pobre niño, como le tomaban el pelo, jejejejje. Buena historia.
Me gustan estas historias con sabor a nostalgia. Te felicito Ruth.
¿Para cuándo ese libro que todos esperamos?
juaaaasssssssssss
Publicar un comentario