domingo, 16 de septiembre de 2007

LA LETRA (Albanta)



Llegó a casa a mediodía, tras el trabajo, como lo hacía cada día, cinco dias a la semana. Con aquella cara de galgo cansado y la mala leche que le caracterizaba. Sin un beso, sin una palabra amable, tomó asiento ante la mesa ya preparada y esperó a que su plato fuera puesto ante él. Mira su contenido con cara de asco y pregunta qué es. Le contesto que lentejas, el que quiera las come y el que no las deja, mientras yo me siento ante mi insulso filetito sin grasas ni condimentos porque sigo a dieta rigurosa y no se me permite comer nada más sabroso. Me dice que comió lentejas la semana pasada y que debería saber a estas alturas que no es su plato favorito. Me encojo de hombros y le digo que eso es lo que hay, mientras espero que la tormenta llegue. No tardó ni dos segundos en estampar el plato contra la pared opuesta, dejando un reguero de lentejas sobre el suelo del comedor y una cascada de lágrimas redonditas en el empapelado. con toda calma me arrebata el filete, me ordena que le fría unas patatas y me dice, sin más, que no merezco el plato delante de mí, que no me lo he ganado. Y que le prepare algo de entrante. Voy a la cocina vencida, y fisgueo en la despensa. Allí encuentro algo que sé le gustará. Su sopa favorita: la de letras. Sólo queda medio sobre pero se lo mezclo con un puñado de fideos y dos chorritos de estricnina. Sonrío.
Creo que todo comenzó aquella noche durante la cena, en lo que parecen miles de años atrás. Mi hermana y yo siempre cenábamos sobre las ocho de la tarde, y a las nueve, religiosamente, estabamos en la cama intentando soñar con unos ángeles que nunca vimos. La cocina estaba entonces en obras, y aún teníamos la barra americana adosada a la pared, donde hacíamos nuestras comidas la mayoría de las veces.. Esa noche se nos sirvió sopa. Sopa de letras. Aunque ahora me confieso una sopa-adicta, en aquel tiempo la idea de tomar un caldo caliente con una pasta minúscula y en forma de letra no era nada apetecible. Debía tener unos ocho años. Jugaba con la cuchara entre las pálidas letras como si se tratase de un Scribble sin reglas, buscando aquellas cuatro cue formarían mi nombre. Luego quizá haría frases, o mas nombres. Pero no me apetecía comer. Me había tomado una merienda de campeonato y no estaba hambrienta. Mamá trataba de convencerme, hasta que perdió la paciencia y sus palabras se convirtieron en gritos. Como Mafalda de carne y hueso intenté protestar que no me gustaba la sopa, sin éxito. Padre no tardó en aparecer bajo el dintel, rostro desencajado, el rostro que tanto temíamos. Si no quería sopa, la iba a tener de todos modos. Aferró mi coleta con fuerza y empujó mi rostro dentro del plato caliente y acuoso de letras espantadas. Cuando lo alcé, asustada y sorprendida, estallé en lagrimas que lavaron los irreverentes caracteres que formaban palabras incomprensibles en mi suave rostro infantil, deslizándolas hasta mi trémula barbilla desde donde caían sin remisión de nuevo al plato. Me hicieron tragar hasta la última letra ante los aterrorizados ojos de mi hermana, cuatro años menor que yo. No volví a comerla durante muchos años. Era la única sopa que se resistía a llegar a mi despensa.
Pero el día que le presenté aquel plato sopero al bastardo al que escogí por marido, fue el día en que, finalmente, hice las paces con ellas, las letras que forman palabras sobre un charco de Avecrem.

1 comentario:

Susana dijo...

Me podrías dar la dirección de este club literario al que perteneces?