domingo, 16 de septiembre de 2007

LA TERCERA LEY DE NEWTON (1er ALBANTA)


Entré en la cámara en penumbra, arrastrando los pies sobre el frío cemento. La habitacion olía a muerte. Alguien me indicó que me sentara en el solitario banco junto a la pared desnuda. Mis manos temblaban mientras alguien me hablaba, aunque hacía mucho que había dejado de oir cualquier sonido, concentrado en el zumbido de mis propios pensamientos.
Apenas un año antes era un hombre libre y honesto, con una vida feliz y mundana. Tenia todo aquello que siempre deseé: una bonita casa con un jardin trasero y rosales que cuidaba mi hermosa esposa. Un niño de tres años que jugueteaba en nuestra pequeña piscina hinchable.
Frente al porche de la entrada descansaba en la sombra mi viejo Ford Cortina, el otro amor de mi vida. No podía pedir más.
Fue en la tarde anterior a nuestro aniversario de bodas que llegué a casa y la encontré vacía y silenciosa, lo cual no era habitual especialmente en pleno Julio, con Daniel fuera de la guardería y Rosa de vacaciones laborales durante todo el periodo escolar. Llamé su nombre y me respondió el ladrido lastimero del perro del vecino.
Quizá habían salido a la tienda en busca de helado o cualquier condimento culinario. Dejé el maletín en la entrada y me dirigí al dormitorio. A esas horas de la tarde, después de llevar todo el dia corbata y chaqueta, lo único que deseaba era una ducha tibia y una cerveza bien fría. Entré en el dormitorio y quedé momentaneamente petrificado en el umbral, como si un frío glacial se hubiese apoderado de repente de mi cálido hogar. Había sangre por todas partes. Sobre la colcha de ganchillo que Rosa habia tejido con esmero durante meses. Sobre las paredes color magnolia que ambos habiamos pintado tras la mudanza. Sobre el suelo de mármol de Carrara que su padre nos ayudó a colocar.
Y entonces ví su cuerpo. O parte de él. Sus piernas, en posicion casi imposible, sobresalían al otro lado de la cama y corrí gritando su nombre, aún a sabiendas de que no me respondería. Sus ojos azules en un rostro otrara hermoso resaltaban como los iris de una muñeca en aquella masa deforme que no reconocí más que por las ropas. Dani... Dani... ¿Donde estaba mi hijo...? Corrí hacia el jardin y allí le encontre, el rostro hundido con el resto de su pequeño cuerpo en la piscina casera.
Lo demas, sinceramente, apenas lo recuerdo. Uniformes, sirenas, preguntas y más preguntas. El funeral pasó y apenas recuerdo haber estado allí. Los periodistas me agobiaban con su presencia, la policía con sus sospechas. Finalmente me llamaron de Comisaría una tarde. Tenian un par de sospechosos que aparecían en unas camaras de seguridad cercanas y deseaban que viera sus fotos por si les había visto rondando mi vecindario. Eran dos conocidos delincuentes. Registré sus rostros en el disco duro de mi mente y me dejaron marchar. En casa, ahogué las penas con un cartón de vino barato que encontré en la alacena de la cocina donde Rosa guardaba las especias. Conocía aquellos rostros. Claro que sí. Eran dos hijos de puta vestidos con el uniforme de la gente de su clase: chandal blanco y gorrita de imitación Burberry, dos marrulleros que se dedicaban a robar e intimidar en aquel barrio donde una vez crecí y del que creí haber escapado. Y sabía donde vivían, en aquel guetto a la salida de la ciudad, donde se concentraban todos los de su estirpe, donde siempre había deseado que construyeran un muro y no les dejaran salir para asustar a ancianitas inofensivas en el autobús o asaltar a más gente bajo el filo acerado de sus navajas rastreras.
Tampoco recuerdo nada de lo que sucedió a continuación. Dos frias esposas se cerraron sobre mis muñecas horas después. Debía tomar responsabilidad de mis acciones. Los maderos habian llegado minutos antes para encontrarme en medio de un apartamento vacio y de suelo alfombrado de jeringuillas exhaustas. Los dos modelos de aquellas instantaneas policiales que me mostraran aquella misma tarde, yacían con una bala en la frente retrepados como cobardes conejos en un sucio rincón.
Claro que conocía a aquellos hijos de puta. Una vez, en la historia perdida de mi pasado habían sido mis hermanos de sangre. Su error había sido querer acabar con este pobre renegado de las miserias y vidas destrozadas de nuestro viejo barrio. Al no encontrarme en casa, acabaron con mi vida de la única manera que conocían. Mi reacción: acabar con las suyas con la vieja pistola de papá, la misma con la que había disparado a mamá a bocajarro y que la policía nunca pudo encontrar. Tampoco habían encontrado a papá. Hasta pocas horas antes, permanecía escondido en el mismop lugar que el arma oxidada: bajo dos metros de tierra en el jardin trasero de una casa con un Cortina aparcado placidamente ante el porche.

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