Me regaló mi madre por mi pasado cumpleaños el libro Cádiz Oculto. Me había llamado semanas antes, para cerciorarse de que no lo tenía ya, pues aunque llevaba my poco en las librerías, mi madre conoce de mi pasión por los libros, y además, de mi pasión por todo lo relacionado con la cultura e historia de mi ciudad. Así, en "mi biblioteca de temas gaditanos" tengo libros de antiguas leyendas de la provincia; dichos de Cádiz; el diccionario de nuestra propia lenga, El Habla de Cádiz; Más dichos de Cádiz; libros de temática gaditana, como El Asedio de Pérez Reverte o Un Siglo Llama a la Puerta, de Ramón Solís; libros y guías de paseos por la capital... tengo una amplia lista, la verdad. Historia e historias del pueblo. Libros sobre la fatídica explosión del 47...
Comenzar a leer Cádiz Oculto me llevó de vuelta a mi infancia, a las historias que pululaban por las callejuelas del casco antiguo y que con mis amigas susurrábamos al atardecer sentadas entre las ramas del ficus del Hospital de Mora o simplemente en los corredores de la casa de mi abuela. Ella fue, ante todo, la instigadora de estos momentos robados a la noche y principal fuente de información de los entresijos de leyendas, fantasmas y milagros que creíamos a pies juntillas. Y si no creíamos la historia, visitábamos las callejuelas, las casas o los supuestos lugares donde sucedieron "los hechos".
Me he criado fascinada por las torres que se arremolinan sobre las azoteas de las casas más punteras del casco antiguo. He crecido oyendo hablar de la famosa torre Tavira, pero no fue hasta el 2002 o 2003 que puse mis pies por primera vez en ella, tras una larga rehabilitación que culminó con la construcción de su famosa Cámara Oscura.
He convivido con los fantasmas que habitaban solo en mi imaginación incontrolada desde que tengo uso de memoria, alimentada por escarceos con el mundo oculto y la imaginación más desbocada, si cabe, de mi tío. Después de todo, vivir en una casa que otrora fuera un convento monjeril da para mucho. Aún recuerdo cierta noche de sábado en la que mi amiga Merceditas, vecina de mi abuela y unos años mayor que yo, y la que suscribe, decidimos hacer psicofonías. Bueno, no hacerlas: obtenerlas. Habría sido muy bonito decir que dejamos una grabadora oculta en algún rincón particular del inmueble, pero nuestro material era mucho menos glamuroso: simplemente pusimos un radiocassette con una cinta BASF de 90 (es decir, la mitad, una cara) a grabar en un WC en desuso que se utilizaba como cuartillo de trastos. El radiocassettte, para mas ende, no era ninguna cosa chiquita y discreta: habría sido la envidia de cualquier negraco del Bronx de los ochenta...
Naturalmente, también flirteé con las leyendas de las Cuevas de Maria Moco o la Niña de la Cripta, como os he contado en este blog en diversas ocasiones. O con las leyendas del mismo edificio en el que crecí -al menos los fines de semana y vacaciones-, cuando mi abuela me contaba que el suelo de la cocina de Rosi (situado a la entrada, en pleno patio junto al pozo e independiente de la vivienda de la susodicha), se había hundido y se había hallado debajo un gran túnel donde encontraron tumbas de bebés y niños pequeños, y el rumor que corría era que se trataba de neonatos de las monjas, pecadoras ellas.
Nunca averigüé si el suceso fue real. Cuando sucedió yo no tendría mas de 11 años -si en realidad sucedió- y la prensa, desde luego, no se hizo eco de ello. Algo nada extraño si tenemos en cuenta que el subsuelo de Cádiz es toda una galería de túneles y que cada vez que se realiza una obra, una construcción, un derribo, aparece algún rastro arqueológico o algun "túnel" y las obras se paralizan hasta que el equipo preceptivo acabe sus trabajos de clasificación. Por ello no sería de extrañar que, hundido el suelo de la cocina, el casero de Rosi decidiera poner cremallera y reconstruir en silencio para no ver la tarea retrasada durante meses a un coste -quizá- altísimo. Y Rosi, probablemente, habría tenido que pasar a comer bocadillos todo el día o a cocinar de prestado en la cocina de alguna vecina magnánima.
En cualquier caso, el edificio ha sido transformado recientemente en apartamentos y pisos y nada ha saltado a la palestra relacionado con descubrimientos de ningún tipo.
Volviendo al libro, además de hacerme viajar a Cádiz y a mi infancia mágica, también me ha hecho darme cuenta de que a pesar de que creía conocer todas las leyendas, lo que no conozco son algunos edificios de una belleza inmensa. Acompañados alguno, claro está, de su leyenda. Algunas de estas solariegas casas ya no existen y tampoco conocía la historia que la poseía. Otras, no puedo creer que no las supiera, por suceder, precisamente, en las calles en las que correteé de niña.
Yo era libre en las calles del casco antiguo. En mi casa, la mía, donde vivía con mis padres y hermana no tenía libertad alguna. Mientras mis vecinitas se reunían a diario para jugar bajo el bloque y se conocían como buenas amigas, yo ni siquiera sabía sus nombres ni en qué piso vivían. El bloque tenía once plantas con cuatro familias en cada una más el ático donde habitaban los porteros, sin hijos. A mí solo "me sacaban" a jugar a la bahía de higos a brevas, cuando a mi madre se le antojaba -una vez cada x meses. He tenido juguetes a los que no he sacado provecho, creo que también lo he contado por aquí: una bici cuyo único rodaje era pasillo abajo de mi casa, vuelta a la mesa del salón y pasillo arriba. Hasta el día que me escoré y me empotré de lado contra una de las paredes, causando un desgarre en el papel y un desconchón en la pared bastante profundo. Fue el fin de la bici.
He tenido una cometa. Era preciosa, creo que me la trajo mi padre de Canarias cuando yo apenas era un escupitajo y él aún trabajaba en la mar. La usé más bien poco y la veía a menudo en el fondo de mi armario, hasta que un día desapareció.
Mis patines Sancheski duraron un suspiro: dos caídas sin consecuencias graves, nunca aprendí a usarlos y se tiraron nuevos, años después, tras permanecer más de una década relegados al fondo de una canasta de madera que construyera mi padre para guardar nuestros juguetes.
En Cádiz era otro cantar: jugaba a las canicas en la calle, tirada en el suelo como un niño, me iba a la Plaza de España a dar de comer maíz a las palomas, paseaba por la alameda, me iba de compras con mi pingüe "paga" a comprar cromos, recortables o lo que fuera, me conocía la calle Columela, San Francisco, Argantonio, Antonio López, Corneta Soto Guerrero y todas las calles que subían y bajaban como la palma de mi mano.
Y sin embargo, la imponente casa del Pirata, en la cercanísima Beato Diego, pasó completamente desapercibida para mí hasta la pasada noche, cuando fascinada por la historia, me interné en la red para ver su fachada... y su mágico interior...
(continuará...)