viernes, 30 de junio de 2017

Sucedió en mi noche

Sucedió en mi noche. Esa velada calurosa en la que logras caer dormido bañado en sudor al borde de la medianoche después de rodar sobre una única sábana, envuelta solo en tu ropa interior y dos gotas de Henno de Pravia.

Pero el destino no me deparaba un reposo tranquilo. Corría la 1.30am cuando el chumba chumba lastimero de lo que parecía un estéreo de aquellos ya desaparecidos interrumpió el nublado sueño que entretenía mi dormir como una sesión de cine de barrio nocturna. Y digo lastimero porque lastimaba los oidos con su estridencia, acompañado de los gritos eufóricos de una caterva de adolescentes desenfrenados.

Intenté ignorarlos. Juro que lo intenté. Entre medias bajé al baño, revisé los mensajes del móvil y giré y giré sobre la cama como una peonza sin cuerda. Nada sirvió. Treinta minutos después, la música continuaba rasgando el que debía ser noctívago sosiego.

Me levanté. Abrí el armario resuelta y me calcé un par de vaqueros y una camiseta. Bajé aún descalza las enmoquetadas escaleras, la furia creciendo en mi interior como la lava de un volcán. Cogí las llaves, me enfundé unas chanclas y salí calle arriba enfilando hacia la fuente de ruido: unas 12 casas acera arriba, una fiesta estudiantil mantenía secuestrada la narcosis ajena, con una jornada de puertas abiertas que estoy segura no estaba hecha para "todos los públicos". Aquello no me detuvo, marché al interior, y pregunté por el organizador de la fanfarria, que resultó ser un renacuajo imberbe y cubierto en granos a quien solicité a gritos -no por mala educación, ni por mi creciente ira, sino porque tenía que hacerme oir sobre aquella horrible música electrónica sin sentido- que parase el desenfreno acústico, que aquellas no eran horas. Y lo paró. Botellín de Budweisser en mano me miró de arriba abajo, sonrió y me dijo: "váyase a la mierda, vieja gorda". A mis 47 años. Llamarme vieja. A mí. Lo de gorda es otro cantar, ante lo obvio no se puede discutir...

Mientras sus acólitos se echaban a reir entre embriagados espasmos, yo me estiré la camiseta y salí de allí con la cabeza bien alta.

Regresé a casa. Abrí la nevera y cogí una botella de agua medio vacía y olvidada. Rellené el recipiente con agua del grifo. Entré en mi cuarto de costura y escogí un retal viejo no demasiado grande. De la caja de manualidades extraje un pequeño frasco de trementina, con el que empapé el trapo y cuyo entremo introduje en el gollete de la botella.

Volví a la casa de estudiantes, que había cerrado la puerta pero continuaba masacrando los tímpanos de medio vecindario. Llamé a la puerta, pero nadie abrió. Me asomé a la ventana sin cortinas y cual maraca les mostré el botellín, a cuya mecha acerqué un mechero.

La música cesó de repente, mientras una veintena de miradas se clavaban en la escena del ventanal. No quería dejarlos sin más show, de modo que levanté la solapa del buzón de la puerta y comencé a vertir aquella agua limpia y cristalina. El adolescente granulado no tardó ni dos segundos en abrir y preguntar con voz de pito que qué coño estaba haciendo. Cogí la botella -mechero encendido en mano, y se la vacié encima mientras sonreía angelicalmente. Sus gritos llegaron al pueblo cercano, mientras corría casa adentro como pollo sin cabeza gritando no sé qué de gasolina...

He dormido como un ángel, señores.