martes, 29 de julio de 2014

El 304

Aquel no era un autobus cualquiera. Bueno, sí. Tal vez. Tenís sus ruedas, su puerta de entrada y salida, su coductor a veces borde, sus asientos... Pero era más que un autobús... mucho más.

Es curioso como un simple medio de transporte puede influir en la vida de una persona, sin caer en fáciles metáforas de qué puede pasar o dejar de pasar si un bus se retrasa y cómo tu vida pueden alterarse hasta condicionar los acontecimientos de una jornada previamente planificada al milímitro. No, no me refiero a eso.
A lo largo de mi vida he cogido muchos autobuses. Como medio de ir de A a B, para viajar de ciudad a ciudad, de turismo, o para ir al trabajo. Durante unos cuatro años trabajé en Raheen, una zona a kilómetro y medio del centro de Limerick. Y simplemente fue un medio de llevarme desde allí a la parada frente a mi lugar de trabajo.
Sin embargo, cuando comencé a trabajar en Thomson Scientific (más tarde Reuters), en Castletroy, a unos 20 minutos en bus, el trayecto se convirtió en una aventura. Al principio nos encontrábamos un grupo de amigos que comenzamos a trabajar en el mismo lugar y el mismo departamento. El grupo se fue ampliando. A la salida, solíamos cogerlo los mismos porque compartíamos horario. Esperar en la parada también era una aventura porque nunca sabías si el autobus iba a llegar a tiempo o no.

Un cambio de departamento después me vio pasar inviernos bajo la lluvia y el frío esperando a las 7am a un autobús cuyo paso a veces era una lotería. Y conmigo compartían destino trabajadores de otras empresas y en grandes cantidades de dos especialmente, Cook y O2. Caras familiares, dormidas y ansiando un café por la mañana. Esas mismas caras, casi siempre, de vuelta esperando en otra parada, al otro lado de la ciudad, a las 4 de la tarde, contentos de acabar una jornada y deseosos de ir a casa en otro autobús que sabías que pasaba pero a veces no paraba.

Eran los tiempos de bonanza y nos podíamos juntar más de cincuenta personas en la parada. Y con el tiempo, a esas caras se les añade un nombre. Una palabra, un hola, un saludo con la cabeza por la mañana, un comentario acordándote de la familia de todos los conductores de Bus Eireann por llegar a la hora que les daba la gana. O por dejarte tirado bajo la lluvia en una parada en medio de la nada sin marquesina porque venía lleno hasta los topes.
He cogido buses donde me he sentido como una sardina enlatada o, en verano, como cochinos camino al matadero, rezando porque el tráfico fuese ligerito y llegásemos al centro cuanto antes porque si te desmayabas del agobio y el calor humano, te desmayabas de pie y no caías.

He hecho grandes amistades en el autobús. Y otras que han pasado sigilosamente. He cogido autobuses toda mi vida, cais siempre a la misma hora, y nunca me había pasado. He participado en conversaciones superfluas, en conversaciones forzadas con el compañero de asiento de algún transporte en España, pero nunca había forjado amistades como lo hice en el 304. No diré nombres, me dejaría alguno. Españoles, franceses, italianos, cameruneses, irlandeses...

Hace unas semanas murió una chica que conocí en el autobús. Ni siquiera recuerdo cómo empezamos a hablar. Quizá iba con alguien que conocía de su empresa y la conversación fluyó de manera natural. Igual nos presentamos al azar debido a cualquier pregunta. Compartimos muchas mañanas camino al trabajo, le relaté mi ansias por venir a vivir a Cork, y posteriormente, los preparativos de la mudanza.
Ella me habló de su ciudad natal, de los años que llevaba en Limerick, de su novio irlandés, de las vacaciones, del mar, la playa... de sus planes de futuro.

Un futuro que se vio truncado con apenas 32 años una mañana de verano en la que decidió no coger el autobús y marchar en bicicleta.

No éramos grandes amigas. No la volví a ver ni contactar con ella desde que me mudé a Cork. Era una cara conocida y compañía y conversación amena en un autobús monótono y lento.

Pero no pasó por mi vida de puntillas...

domingo, 20 de julio de 2014

Laya healthcare City Spectacular

Recuérdenme que no vuelva a acudir a ningún evento que lleve las palabras gratis+niños+verano+parque. Por favor.
Dos carritos me han golpeado en el talón, porque la gente va mirando a todas partes menos a donde debe mirar.
Me ha dado una bajada de ensión del calor insoportable y pegajoso, y teniendo en cuenta que ayer tuvieron que suspender todo el evento por las lluvias torrenciales, tiene su mérito.
Y aunque había no menos que 4 furgonetas de helado, NI UNA tenía helado de chocolate. Solo chocolate. NI UNA.
Adoro este parque. Pero adoro más el invierno...