Corría 1997 y aún vivía en Cádiz. Creo que era septiembre, porque más o menos por esas fechas tenía lugar el Festival de Cine Alcances, y me hallaba cubriendo el evento para un semanario y yendo a cuantas películas podía.
Esa noche se trataba de The Pillow Book. Había leido maravillas sobre su argumento y el hecho de que un jovencísimo y todavía casi desconocido Ewan McGregor fuese el protagonista, la hacía más atractiva. La película, finalmente, me pareció un truño y no llegué a terminar de verla.
Al entrar en la sala decidí sentarme en una de las últimas filas, donde solo había tres o cuatro asientos juntos. Por aquel entonces, recién separada, de lágrima fácil, con todos mis amigos en pareja y sintiéndome más débil que nunca, se puede decir que era romántica desesperada. O mejor dejémoslo en desesperada a secas.
El caso es que sentada en mi asiento junto al pasillo, mientras comenzaba la película fantaseé con esa idea de que entrase un chico guapo, guapísimo y se sentase a mi lado. Y si me daba algo de palique, mejor que mejor.
Las luces se apagaron y el soniquete de los jingles de siempre comenzaron a borrar ese sueño inverosímil de mi cerebro. De pronto sentí un movimiento a mi derecha y alguien se sentó en el asiento contiguo. De reojo ví que era un chico. Espectacular. De esos que una solo imagina en anuncios de televisión o de los que solo existen en la imaginación de una romántica desesperada. Perdón, de una desesperada.
-Uff, casi no llego. Menos mal que aún no ha empezado -me dijo. ¡Me estaba dando palique!
Sonreí desde mi nube y dejé esa permasonrisa allí mientras fijaba los ojos en la pantalla e intentaba dejar de temblar. Porque estas cosas, de verdad, solo suceden en las películas.
El argumento, a pesar de ser de lo más interesante a primera vista, se reflejaba bastante mal en pantalla. La película era lenta, monótona, gris. El desconocido a mi derecha se movía inquieto en el asiento. Yo ya estaba considerando abandonar la sala. A media proyección, la pantalla quedó en negro, de pronto, como si la cinta se hubiera roto. Un minuto después se encendió la luz y por megafonía nos anunciaron que debido a una avería, el visionado se reanudaría en unos diez minutos.
Salí al foyer. Necesitaba mover las piernas. El chico también lo hizo y me preguntó qué me estaba pareciendo la película. Al decirle que me esperaba otra cosa, asintió y me dijo que él sentía lo mismo y que no sabía si quedarse o no.
Cuando nos conminaron a volver a la sala, regresamos a nuestros asientos. Ni media hora después, volvió a suceder lo mismo y esta vez sí, cortesmente, después de un cigarrito en la puerta, le comenté que ya había perdido cualquier interés por la situación de los protagonistas y que me iba.
-Yo también -me sonrió-, o vamos a estar aquí toda la noche si esto vuelve a suceder. ¡Y mira que es larga la película! ¡Y sosa!
¡Ahora!, pensé. Ahora es cuando me invita a acompañarle para tomar una cerveza. Lo sé, lo presiento. Porque eso es lo que suele suceder cuando las situaciones que soñamos comienzan a tornarse realidad...
Pero no fue así. Me dijo adións y tomó la de villadiego y yo me quedé en medio del foyer pensando si esa noche lo único que tenía por hacer era lamentarme y terminar de ver aquel rollazo de película o marcharme a casa.
Me ganó el ser tan vaga. Volví a casa. Sola. Dejando el romance para los sueños. Y todavía desesperada.