Hace poco os hablé de esos "traumas" que arrastro -algunos compartidos con mi hermana- desde la infancia/adolescencia.
Para mí, hablar de ello ha sido una terapia (totalmente gratuita) al comprobar vuestro apoyo y la cantidad de gente que "sufrió" episodios similares o no se lleva bien con sus biológicos. Soy consciente del sentimiento de sentirte mala hija, descastada, sin sentimientos o demasiado dura, cuando en realidad, simplemente hemos tenido la mala suerte de tener malos padres.
Si hay cosas que compro a mansalva, llámense tampones o papel higiénico, también hay otras que me producen un sudor frío cuando las veo y que no he vuelto a probar. Son cosas que pasan, imagino.
A mí me encanta el queso. Lo adoro. En todas sus formas, de todos los países, de todos los sabores. Camembert, Emmental, Goulda, Stilton, con frutas, fresco, parmesano... sin embargo al Cigarral le tengo una manís insana. Si me lo ponen delante, me lo como sin rechistar y probablemente ni me daré cuenta de que es Cigarral. Pero a la que me lo digan, no pruebo ni un cachito. ¿La razón? Como he comentado con anterioridad en el otro post, había cosas que mi madre compraba al por mayor. Para ella más barato y para nosotras un suplicio.
Mi madre hacía y sigue haciendo una compra mensual y luego cada martes hace la compra de productos más frescos como fruta, verdura, y cosas que se vayan acabando. Pero todo lo que es "de despensa", se compra al mes. En mi adolescencia, el embutido para las meriendas y desayunos se compraba para todo el mes, llámese un chorizo entero y medio queso cigarral. O uno entero. Ella no podía comprar una cuña, no. Y ojito, que hasta que no se acababa una cosa, no se podía abrir otra. Es decir, si empezabas el queso, no podías merendarte un bocata de chorizo hasta que éste no se acabase, porque mi madre vive con la teoría de que dos cosas abiertas a la vez se acaban antes o se estropean al mismo tiempo.
De modo que me he llevado semanas enteras comiendo queso para merendar. Y luego un chorizo (Revilla o similar), que ya era una porra de granito. Ademas mi madre, con dos cojones, cortaba unas rodajas de casi un centímetro de grosor. No me extrañaría que todos mis problemas dentales provinieran de comer chorizo de cantimpalo. De la parte dura del palo.
Consecuencias: lo dicho anteriormente. No me menciones el cigarral, que no lo como. Tampoco he vuelto a comer chorizo comprado en barras y poco me falta para sacar el metro y comprobar el grosor de cada loncha.
Una tarde que mis padres salieron, mi madre me dijo que había naranjas en la nevera, por si queríamos hacer zumo. Hacía poco que había comprado el primer exprimidor eléctrico que hubo en casa (y el último porque se ha usado más bien poco), y a mi hermana y a mí nos hacía ilusión hacer turnos para exprimir. Lo único que nos dijo mi madre es que las naranjas de zumo estaban en una fuente, que no cogieramos las naranjas de comer.
Cuando abrimos la nevera, había dos fuentes idénticas llenas de lozanas naranjas, redondas y brillantes. Pero ni pajolera idea de cuál era la de zumo. Teniendo en cuenta que yo debía tener por entonces unos 12 años y mi hermana unos cinco menos, podéis imaginaros la escena. Bueno, qué coño: a día de hoy no distingo una naranja normal de una de zumo. Ni que me importe, porque soy incapaz de exprimir mis propios zumos, no sea que no esté licuando la fruta adecuada.
Estudiamos las naranjas con cuidado. Las olimos, las tocamos, las medimos unas junto a las otras, razonando que las que parecían más jugosas debían ser la de zumo. Teníamos un 50% de posibilidades de elegir la opción equivocada y la ley de Murphy, como no, compinchada con mis padres, hizo que exprimiésemos las que no eran.
Bronca monumental al llegar a casa, que nunca comprendí tal drama. Conseguimos sacar un litro de jugo de un kilo de naranjas que no estaban destinadas a ello. Los gritos de "sois unas inútiles" y "se acabaron los zumos", seguidos de "inútiles, buenas para nada, vaya criz me tocó con estas dos imbéciles" aun resuenan en la cabeza de mi hermana. En la mía solo hay una boca de culo de pollo abriéndose y cerrándose, hace tiempo que aprendí a silenciar a mi madre, al menos de memoria para dentro. Y no he vuelto jamás a comer naranjas. Mandarinas, y con cuenta gotas. Esas sé que no se exprimen.
A mí me encantaba la mermelada de ciruelas. Con moderación, pero como era previsible, mi madre no podía comprar para el mes un bote de fresas, otro de ciruelas y otro de cualquier otro sabor... No, ella todos del mismo, intercalando sabores cada mes. Y como uno llega a cansarse, sucede que el bote se ha abierto, se han comido dos cucharadas y no se ha vuelto a tocar durante las cuatro siguientes semanas. Y ahí tienes a tu madre como dependienta comprobado fechas de caducidad diciéndote que la mortadela no se abre hasta que se acabe la mermelada de ciruelas. Y tú que, por progresar, una tarde decides rebajar el contenido del bote comiéndotelo a cucharadas, y cuando te has dado cuenta, te has pimplao el bote entero. Y no pasa nada. ¿Había que acabarlo en menos de dos días, no?
Pues no. Porque cuando llegó mi madre (con su inseparable marido, mi padre), a casa, no me echó la bronca por ello como en parte esperaba mientras raspaba con la cuchara el culo del bote de cristal. No. Me empezó a preguntar si no me sentía enferma, porque de seguro habiéndome comido de una sentada un cuarto de mermelada, tendría que estar vomitando por las orejas. Hacía dos o tres horas que había concluido mi merienda y estaba perfectamente. Pero su insistencia y su preguntar cada quince minutos si no me dolía la tripa, si no tenía un ataque de diarrea o si no sentía ganas de vomitar acabaron poniéndome tan nerviosa que esa noche me fui a la cama sin cenar y con el corazón latiendo en la garganta. ¿Me moriría de indigestión en medio de la noche...?
No recuerdo cuándo fue la última vez que comí mermelada de ciruelas, pero esta vez nada tiene que ver con cogerle asco o no. Es que simplemente aquí no la hay. Pero arrastro un sentimiento de culpabilidad tan grande que soy incapaz de traerme un bote cuando visito España.
Por otro lado, está el tema de La Casera. Aquí evidentemente no la hay, pero el día que puse un pie fuera de mi casa para iniciar mi propia aventura, fue el último día que vi una botella de casera. También las compraba mi madre cada semana, cuatro, cinco o seis botellas que debían durar toda la semana (cola, naranja y limón) La blanca solo se compraba para beber con tinto de higos a brevas. Un vaso para comer y otro para cenar. Durante el día, si tenías sed, a beber agua. Del grifo, claro. En casa de mis padres solo han entrado botellas de agua mineral en tiempos de sequía.
Y el problema de la casera es que ni a mi hermana ni a mi nos hacía mucha gracia el sabor de limón, pero daba igual. Creo que en realidad nunca nos atrevimos a decirlo en alto: la bebíamos y punto. Nada de tener sabores predilectos, de hoy me apetece cola y ahora naranja... hasta que no se acababa una botella no se abría otra, así de simple. Que si usábamos dos botellas a la vez, "se le iba la fuerza a ambas". Oh, y cuando solo quedaba en la botella medio vaso... te lo rellenaban con la botella siguiente, aunque fuera de otro sabor. Mi madre era especialista en "rebujitos" de limón con cola, limón con naranja o cola con naranja. Una asquerosidad, pero la hemos tenido que beber.
A dia de hoy sigue sin gustarme la limonada, la fanta no es que me vuelva loca y la cola ha de ser Light y de la marca Coca Cola. Por ahí no paso.
No soporto los san jacobos, ni el lomo adobado, ni los filetes de pollo empanado. El huevo frito me da asco. Era lo único que nos ponía de noche, junto a salchichas frankfurt fritas. Yo le decía que me las pusiera crudas, que a mí me gustaban crudas, que no las quería fritas que tenían mucha grasa. No comprendo por qué no me las podía comer así. A día de hoy, las frankfurt las como crudas o hervidas, y si son de pollo, mejor que mejor. O de pavo.
Antes de que las Oreo se hicieran famosas, en mi casa ya "entraban" galletas similares, los Bocaditos de Cuétara. Se compraba una caja de esas que tenía que durar todo el mes, y las normales de María, más un paquete de Príncipe y luego las galletas sacrosantas de coco de mi padre y Bocaditos de limón, que no se podían tocar. Ahora cuando veo anuncios de las oreo donde niñas de muy poquita edad "enseñan" a sus padres a comerse una oreo como debe ser, separando las galletas y chuperreteando la crema, me acuerdo de las collejas y los "guarra, come como una señorita" que nos ganábamos mi hermana y yo por hacer lo mismo, con estas y con las Príncipes. Y yo adoraba ese surtido Cuétara que a casa solo llegaba por navidad...
Como creo que ya os he dado la tabarra lo suficiente, lo dejo ahí... ¿Soy la única que ha aborrecido comidas por abusar de ellas en el pasado...?