sábado, 29 de diciembre de 2007

EL CINE (38º ALBANTA)


Debajo del Cine Cómico, como en la Opera de París, se decía que habitaba un extraño ser, deformado y perverso, que había sido el antiguo proyeccionista cuando el cine se incendió, a principios del siglo pasado, antes de ser remodelado. Las altas bóvedas del sótano, acogía murciélagos y ratas, viejas cajas de atrezzo de cuando el cine era aún un teatro y poco más. Eran las leyendas del pueblo y con ellas había crecido Tomasín, hoy ya Tomás, nuevo proyeccionista del Cómico.
Tomás conocía bien el cine y la leyenda y se la pasaba directamente por el forro de los huevos. Como proyeccionista a tiempo parcial en el fin de semana, no ganaba mucho, y el sótano era el lugar idóneo para comenzar un pequeño negocio junto a un par de colegas. Cada noche, después de recoger, abría la puerta trasera y dejaba entrar a Chema y Luís para, en la conspicuidad de una bombilla amarillenta, crear unos pocos billetes falsos con los que abultar un poco más su cartera. Habían comenzado produciendo billetes verdes, Chema era un crack del ordenador y con una impresora "remodelada" como el cine, habían conseguido unos billetitos crujientes que daban el pego, especialmente en aquel pueblo de provincias. No querían hacerse ricos, sólo poder llegar a fin de mes cómodamente y sin estrecheces. La llegada del euro supuso exprimirse el cerebro para dar con una nueva impresión, completa y fidedigna que les supuso unas cuantas semanas de pruebas y desilusiones.
Los primeros sucesos inexplicables sucedieron en Marzo, un par de semanas antes del centenario del incendio del Cine Cómico. Chema había ido al lavabo y regresá blanco como una sábana. Aseguraba haber sentido un aliento en la nuca, una risita socarrona y haber sentido el escalofrío de la muerte. Luís y Tomás se rieron de él. Problablemente Chema se había pasado con el hachís aquella tarde y su imaginación exhacerbada le había jugado una mala pasada. Siempre fue muy aprensivo con respecto al uso de tan legendario subsuelo. Dos días más tarde, Luis juraba haber visto una sombra cerca de la escalera, fugaz como un meteoro, y haber sentido una mano helada sobre el hombro, que no estaba allí cuando volvió el rostro, lívido. Ambos dejaron de acudir a fabricar billetes, demasiado aterrorizados después de que extraños sonidos se repitieran noche tras noche. Tomás reía y aseguraba que no era más que las viejas tuberías y los conductos del aire acondicionado. Tomás había sido siempre un excéptico.
El sábado por la noche, con la única compañía de una botella de bourbon, Tomás bajó al subterráneo con intención de fabricarse un par de billetes para el día siguiente. Quería llevar a Antoñita a cenar. La luz estaba apagada. El interruptor no funcionaba. Daba igual, al fondo estaba el almacén donde guardaban las bombillas, sería cuestión de unos mnutos. Pero al llegar al centro de la estancia, una potente luz le cegó. Se volvió, contrariado, para ver la imagen de un Nosferatu en blanco y negro, de nariz zafia y orejas puntiagudas en necesidad de una buena manicura, proyectarse sobre la blanca pared encalada hacía siglos. Si era una broma de Chema o Luís, no tenía ni puñetera gracia. Se recompuso y avanzó decidido hacia el viejo proyector de bovina.
Le encontraron al cabo de una semana, tras denunciar su desaparicion y buscarle infructuosamente en el monte y dragar el río, en medio del gran sótano del Cómico, con el corazón partío, no de amor, si no de miedo...

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