lunes, 26 de mayo de 2008

EL PSICOLOGO (El Rincón de Lar)


Debía tener yo 13 años. Era una mañana de Sábado, cuando me levantaba temprano para ver La Bola de Cristal y la película de corte juvenil que le seguía. La de esa mañana, aunque no sé el título, sí que la recordaré para el resto de mi vida. Trataba de una chica a la que le diagnostican un cáncer después de que su novio le encontrase un lunar extraño en la espalda. Nada impresionable, aunque muy triste porque creo que ella muere al final, pero nada que me dejara extremadamente marcada. Como cada Sábado, después de la sesión matinal de Tv tocaba ayudar en casa. Fregar lo primero. Y como en aquellos tiempos una llevaba la muñeca izquierda casi totalmente tomada por pulseras de modas varias (las que se hacían con el asa del tambor de detergente y con hilos de bordar hacías tu nombre... las de alambritos de colores enrollados... las de tubitos de plástico trenzado...), antes de fregar comenzaba el rito de quitármelas todas. Estaba en el proceso cuando de pronto me empecé a encontrar mal, todo empezó a darme vueltas y apenas pude caminar un metro y pronunciar un débil "mamá..." antes de desplomarme entre sus brazos. En mi semiinconsciencia la oía llamar mi nombre, pero aunque tenía los ojos abiertos, creo, no veía nada, todo era una nebulosa, la voz sonaba lejana... como en un sueño.


No tardé en recuperarme y volver en mí. Mi madre estaba, si cabe, más pálida que yo, así que llamó a un taxi y a mi padre para explicar lo ocurrido y acto seguido no tuvo mejor idea que meterme en un baño de agua fría, casi helada (esto ocurrió en temporada escolar y yo llevaba pijama, así que debia ser invierno). De ahí nos fuimos directas a urgencias, donde me hicieron un electroencefalograma, un análisis de sangre y un montón de preguntas. Una hora después me referían al psicólogo, con mi primera y única crisis nerviosa. Ya de vuelta en casa, me enviaron a la cama, desde donde podía oir los murmullos preocupados de mis padres, sopesando el tema, haciendo conjeturas. Llegué a pensar, al escuchar los sollozos de mi madre, pobre víctima, que, mientras a mí me ponían una veintena de electrodos en la cabeza, a mi madre le acababan de asegurar que padecía un tumor incurable. Me imaginaba tendida en una aséptica sala de hospital con el cráneo abierto y el cerebro a medio cortar. Creí que me quedaban meses de vida.


El lunes mi madre me recordó encarecidamente no decir a nadie que esa semana tenía cita con una psicóloga, o psiquiatra, o terapeuta o lo que fuese. Porque claro, las otras niñas iban a pensar que me faltaba un tornillo. Así que callé.

La doctora Forner no debía tener más de cuarenta años, el pelo corto a lo Salomé pero en rubio. Me hizo unas preguntas simples, enfrente de mi madre. Si tenía problemas en el colegio. Si tenía amigas. Si había algún tema que me preocupase. Qué leía. Qué películas eran mis favoritas. Luego me envió fuera de la sala y se quedó a solas con mi madre. Tras unos minutos me hicieron pasar de nuevo y esto fue lo que me dijo:


-"Tu mamá aquí me dice que eres una niña rebelde. Que no la quieres ayudar en casa y que coges rabietas. Que golpeas puertas y contestas mal."


Me quedé a cuadritos. Balbuceando -o como diría mi antigua profesora de lengua, balbuciendo-, traté de contestarle que aquello no era cierto, que yo protestaba por las excesivas tareas que me imponían hacer los Sábados y Domingos, en casa, pero nunca... yo... No me dejaron hablar.


-"A partir de hoy, cada vez que ayudes en las tareas de la casa tu mamá te dará un punto. Cuando tengas 10, te comprará un regalo. Veremos qué tal funciona y nos vemos de nuevo en un mes, ¿de acuerdo?" -Tras esto explicó a mi madre la importancia de incentivar el trabajo voluntario y premiar las respuestas positivas, y toda esa basura. Me sentí como un pingüino al que le darán su pececito tras completar sus trucos circenses.


Asentí como una tonta. En el corto trayecto desde el hospital a casa, mi madre aumentó los puntos a veinte y en lugar de ser un punto por cada actividad, sería un punto a la semana. Y me retiraría un punto si me portaba mal. Mi madre debió ser la profesora de la Supernanny. Fue ya en la cocina, en casa, que me atreví a preguntar por qué había dicho lo de golpear puertas y ser una chica difícil. Había dado la impresión de que yo era una cría de cinco años tirándose al suelo con rabietas, pataleando y golpeando el suelo y todo lo que estaba a su alcance con los puños. Y yo nunca había sido así.


-"Sí que lo eres. Yo a tu edad ya cocinaba y cosía y tú te pasas la vida leyendo cómics y escribiendo tonterías."

-"Mamá, pero tú a mi edad ya no ibas al colegio. Yo sí, y tengo deberes y obligaciones. Y yo te ayudo en casa."

-"Bueno, tenía que decirle algo a la psicóloga, ¿no? De lo contrario iba a pensar que estabas loca de verdad."


No creo que haya niña o adolescente que haga las labores domesticas con agrado, pero nosotros vivíamos en un piso con un salón que no usábamos, una salita, dos baños, la cocina y los dos dormitorios (el de mis padres y el que compartía con mi hermana). Cada Sábado me levantaba temprano, veía mi programa favorito y, a las doce cuando acababa, fregaba los cacharros de la noche anterior. Quitaba el polvo, barría y fregaba el suelo de la salita y barría y quitaba el polvo del salón en desuso. Hacía la cama de mis padres y la mía y limpiaba a fondo el cuarto de baño grande, que tenía bañera kilométrica, bidé, lavabo y water. Mientras tanto, mi hermana hacía la terraza, convertida en el cuarto de costura de mi madre, y el lavabo pequeño, además de barrer y limpiar el pasillo. Nuestro dormitorio lo hacíamos a medias, una barria, la otra limpiaba, yo quitaba el polvo a mis estanterías, ella a las suyas. Lo que dejaba a mi madre su dormitorio (excepto, como ya he dicho, hacer la cama), y la cocina. Naturalmente yo le había echado en cara esto a mi madre, acusándola de tener dos esclavas por hijas, lo que me trajo el calificativo de "rebelde" ante la psicóloga, título honorífico que aún ostento, he de decir, aunque ahora con más orgullo que vergüenza.

En cuanto a lo de golpear las puertas, mi madre se refería a las contadas ocasiones en las que me encerré en mi cuarto de un sonoro portazo, con un "déjame en paz", himno oficial de adolescentes cabreadas.

Ni qué decir tiene que tuve que ocultar el hecho de haber acudido a una psicóloga en clase, con mis amigas, bajo amenaza de convertirme en el hazmerreír de las de siempre, de aquellas a las que hoy se podía acusar de "mobbing" pero que ayer eran sólo las jefecillas del cotarro, las "chulas" de la clase. A esa edad nadie quiere ser una rechazada social, especialmente con mi historial y la seguridad, aún, de que debía tener un tumor muy malo en el cerebro.


Fue de casualidad, semanas después, que me percaté de que una de mis mejores amigas, Inma, no era la de siempre. Estaba triste, no hablaba mucho, había miedo en sus ojos. Tras unos minutos de presión, nos sentamos unas cuatro o cinco chicas en círculo en el patio.


-"Tengo una crisis nerviosa" -anunció-. "Me encontraba mal con el estómago, siempre estaba enferma y mi madre me llevó al médico, que dijo que era lo típico de la edad y me mandó a una psicóloga".

-"¿La doctora Forner?" -preguntó Mari Paz con los ojos como platos.

-"Sí".-contestó Inma.

-"Yo también. Se murió mi abuelo hace unas semanas" -dijo Mari Paz-. "Yo estaba muy triste y no tenía mucho apetito. Me enviaron a la psicóloga con crisis nerviosa".

-"Pues yo también" -confesé-. "Me desmayé un Sábado por la mañana. Mi madre no quería que lo dijera a nadie".

-"Ni la mía" -resopló Luisita-. "Me llevaron a una revisión para la vista, porque me dolían mucho los ojos y me daban migrañas. Como el oculista no me encontró nada, el de cabecera me mandó a la Forner".


Llegamos a la conclusión de que la misteriosa "crisis nerviosa" debía estar de moda aquel invierno y que la doctora Forner, o era la única psicóloga de Cádiz, o se estaba haciendo de oro a costa de un puñado de adolescentes experimentando cambios hormonales típicos de la edad.


Y así fue como, después del trauma de acudir a la psicóloga, sentí la necesidad, más que nunca, de ser tratada por un psiquiatra.

2 comentarios:

Elphaba dijo...

Vaya, yo a esa edad también me desmayé, pero mis padres tuvieron el buen tino de no mandarme a esa doctora Forner, ni a ninguna otra. ¿Qué tendrá que ver el tocino con la velocidad?

Candela dijo...

Pues ya ves. La primera vez que me dio una bajada de tension. Si tuviera que ir al psicologo ahora cada vez que me da una bajada, no ganaba pa medicos...