martes, 24 de junio de 2008

ME GUSTA VIAJAR


No hay viaje, espera en aeropuerto o recorrido que no se presente lleno de anécdotas. De aviones tengo muchas, de lo impertinentes, cansinos, alborotadores y petimetres que puede llegar a ser la gente, pero ese es tema aparte.
Siempre me ha gustado la vida de aeropuerto, y no me importa tener que esperar unas horas para enlazar con otro vuelo. Me gusta imaginar las historias que se ocultan en las vidas que transcurren junto a la mía, sentados todos en el lounge.
En este último viaje, además, me sucedió un episodio algo curioso, supongo, si suponemos que la gente se puede llegar a encontrar o reencontrar en los lugares más insospechados. En algún aeropuerto he coincidido con famosos de moda, equipos de fútbol y similar. A veces hasta me he encontrado con gente conocida, de aquí de Limerick o en el viaje inverso, de España, esperando para difenrentes vuelos.

Pues bien, hace una semana, cuando me disponía a descender hasta la sala de espera desde la que salía mi vuelo, al bajar las escaleras y volver la vista atrás un momento, me pareció reconocer una cara familiar. En un segundo esa bombillita translúcida e inexistente hizo aparición en el hueco gastado de mi memoria y me volví a comprobar que estaba en lo cierto. La persona caminando a mi espalda era Liam, un chico que había trabajado conmigo en mi primer empleo en esta ciudad que ahora es la mía. Por aquel entonces Liam era un tanto alocado, un tanto inocente y un tanto picante. Liam tenía 18 años, era gay y no se había decidido a salir del armario para sus padres, aunque nosotros insistíamos en asegurarle que si no se daban cuenta de ello era porque no querían, pues sus manerismos, su voz chillona y su manera de andar y de conducirse por la vida, eran señas evidentes de su elección sexual. Pero Liam, joven y asustado, temía la reacción de sus padres.
El caso es que por aquel entonces él estudiaba enfermería y decidió tomarse un año sabático. Dejó la tienda también y pasó a trabajar de recepcionista en un hotel, tras lo cual se marchó a otro hotel en Edimburgo. El ordenador en aquellos años apenas acbaba de llegar a Irlanda y perdimos contacto. Y ahora, casi diez años después, nos encontramos en las escaleras medio desiertas del pasillo de conexión. Tras unas risas nos dimos la vuelta hacia la cafetería, donde nos pusimos brevemente al día e intercambiamos teléfonos, direcciones y correos electrónicos. Liam ahora es profesor de secundaria en Sheffield, nada menos, esa ciudad que suena a minas cerradas, a batallas campales con Bobbys, a Full Monty y a paro. Pero sigue siendo tan encantador como entonces. Pero más maduro, más seguro de sí mismo (y creo que tan alocado, pero con esa seriedad que le da el ser profesor). Y ahora prometo no perder el contacto!

Otras veces al viajar se oyen conversaciones, destinadas a oidos privados pero con recipiente público. Hay gente que no sabe hablar por teléfono sin gritar.

Sucedió en la playa, el viernes pasado, mientras me asaba las pestañas bajo la brisa del poniente. Recostada sobre una tumbona, a mi izquierda tenía a una pareja. Ella, en topless, entrada en su última etapa de la cincuentena, carnes flojas, pechos mirando definitivamente al sur. Atractiva de rostro, cabello negro teñido el día antes. El, con camisa y pantalones cortos (a ver cuándo alguien convence a estos hombres de que los pantalones cortos sólo son aceptables si tienes seis años!), más cercano a los sesenta, diría, cabello patrico, piel morena. En tan sólo cinco minutos me puse al corriente de la historia de su vida mientras hablaba con su hijo Julio en el móvil. Al parecer llevaba ya un tiempo separado de su mujer -la madre de Julio-, y ésta debía seguir con la esperanza de que el padre -de Julio- volviese con ella, o era una de esas mujeres que, como el perro del hortelano, ni comen ni dejan comer. El hombre le decía a su hijo -Julio-, que él no hacía daño a nadie, que su madre era la que iba diciendo cosas por ahí, que él era felíz desde que había conocido a "su amiga". Y mientras, la amiga, tetas al aire, le profería achuchones mientras él hablaba con su hijo, su Julio.

Y yo, tratando de leer mi libro.

Me gusta viajar. Oigo cosas que no oigo en otros lugares, veo cosas que me llaman la atención, pero nunca, nunca me aburro. El viaje de vuelta no tuvo mucho que contar, excepto que estuve a punto de tirar a la niña de tres años que se sentó a mi espalda -Elizabeth- por la ventanilla del avión después de estar sujeta durante quince minutos a sus pataditas en mi asiento y al abre y cierra de la mesita de marras. Con mucha paciencia esperé a que iniciáramos y acabáramos el ascenso, pensando que quizá tras la excitación del despegue la nena se calmaría y tal vez, se durmiera, como quería hacer yo, que es subirme a un avión y dormirme por los pasillos. Pero no hubo suerte, de modo que no tuve más remedio que levantarme en mi asiento y con toda la educación posible y entre dientes le pedí a la madre que por favor, hiciese a su hija parar de una puñetera vez, que me dolía la espalda, y que estaba pensando en cometer un asesinato a 3000 kilómetros de altura.

La llegada a Dublin tampoco fue buena, hay días que una no debería saltar de la cama. El autobusero, como es habitual en este país, decidió escoger la ruta a seguir y por lo tanto no se detuvo en la estación de autobuses de Busaras, sino que lo hizo unos metros antes para que se bajara una chica que viajaba con una mochila. Mi maleta la había empotrado el de los equipajes abajo del todo, colocando unas cuatro o cinco maletas sobre ella, y la otra, cuarta de lo mismo, así que cuando me di cuenta de que el autobus pasaba de largo y enfilaba hacia el puente, corrí como una posesa hasta el conductor exigiéndole que parase. Bajo una lluvia intensa me tocó cruzar de nuevo el puente y caminar arrastrando dos maletas (una sin ruedas que contenía 15kgs de libros, muñecas y misceláneos, y la otra, gracias al cielo, con ruedas).

Esto sólo pasa aquí, donde los conductores hacen lo que les da la gana y encima te acusan de haber cogido el autobus equivocado, como si no lo dijera claramente en el exterior, ni lo anunciase la pantalla interior: Proxima Parada: Estacion Central Busaras. Y como si yo, en esto de viajar, fuese nueva. Claro, me vio cara de guiri!

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Candela: el pastel de zanahoria ya casi es historia.
Estaba riquísimo.
A mí también me gusta viajar, pero odio el avión, así que mis viajes son por tierra y de pocos días.
Y lo que más extraño: los olores; tardo en acostumbrarme a los nuevos olores. No hay ningún sitio que huela como Cádiz.

Candela dijo...

En eso estamos de acuerdo (en lo del olor). El guiri, cada vez que llegamos al aeropuerto de Jerez (cuando lo he traido), lo primero que dice al salir del avion es: "Ya huele a mar", y yo uqe le digo, "anda hombre, si estamos bien lejos del agua". Pero no, el dice que ya huele a Cadiz...

Me alegro que te haya gustado el pastel de zanahorias, creo que la proxima vez llevare para las demas tambien, jejeje.

Fermín Gámez dijo...

Y tú ¡¡¡tratando de leer el libro...!!! créeme que al conocerte en persona imagino perfectamente cómo debías de estar.

Besotes.

Candela dijo...

Cadiz es lo que tiene, Fermin... Es Radio Macuto...

Elsa dijo...

¡Que bien escribes CABRONA!, Ya sabes que aunque habeces no tengo tiempo de ponerte una notita te leo en mis ratos libres (que son pocos). Muchos besos y luego te envio un e-mail. Elsa.