viernes, 30 de abril de 2010

EL REGRESO DE EINSTEIN (Relatos del Club de los 7 Pelagatos)


Al Llamas lo echaron de un bar una noche aciaga de verano junto a uno de sus pelagatos y aquello no le gustó nada. El Llamas estaba acostumbrado a cerrar bares de la manera habitual: con la penúltima en la mano y la promesa de volver a primera hora. La afrenta no quedaría así, especialmente viniendo de la nueva madama del barrio.
Pepona la Culona hacía meses que se mantenía en la retaguardia, en silencio y copiando alguna que otra idea del Llamas, pero sin molestar, desde la sombra oscura de sus miserias. Entre naranjas y manzanilla, la vida transcurría en la Sevilla hermosa... y también en la más depravada.
Madame Katerina había llegado del frio, y fuentes bien informadas aseguraban que de su orondo trasero sólo salían cubitos de hielo. De las refrigeradas tierras del norte, apretujada en pieles y aires de grandeza que le quedaban enormes, acostumbraba a tratar a todo aquel que se atreviera a mirarla de frente como si fueran colillas de tabaco negro. En el fondo Madame Katerina era una triste campesina ansiosa de borrar los trazos de su pasado, otra que también aseguraba provenir de rancio abolengo y tener los mejores estudios en Paris y en su Rusia natal. Se las daba de candorosa, ofreciendo afectos y robando corazones para luego arrebatarles la cartera o lo que se preciara. Sus dotes de negociación eran bien conocidas en el submundo: Katerina nunca salía perdiendo, al contrario, siempre se las arreglaba para sacar a los conductores de camiones de la cerveza del gordito algún barril de más, con la promesa efímera de amarlo para siempre y corresponder al favor uno de aquellos días. Pero a los dos minutos ya se había olvidado. El mundo estaba lleno de cucarachas y ella era el bicho más grande. Eso decían todos los que presuntamente adoraban hasta la punta fina de sus zapatos malos de Zara -que disfrazaba de Manolos-, en cuanto la conocían un poco.
Madame Katerina abrió un local cerca del tugurio del Llamas que decoró a costa de los favores de aquellos a los que ladinamente robaba las almas. Una vez tuvo el local terminado, decidió hacerlo exclusivo -no la mejor de las ideas en aquella parte de la ciudad-, pero a la Katerina le gustaba tener a su alrededor a un selecto grupo de súbditos que, cegados por el brillo de su sonrisa, tan falsa como las perlas que adornaban su cuello, babeaban a sus pies. Y el Llamas no iba a ser uno de ellos.
Madame Katerina se creía adorada por todos, a pesar de que ya no era ninguna niña ni su figura objeto de deseo. Más bien barruntaba un cuerpo pucheril que trataba de ocultar bajo apretados corsés que oprimían menos de lo que debían. Lo enmascaraba bien con ropas caras que salían de tiendas de segunda mano, porque la rusa tenía un vicio caro: coleccionaba pieles de mono blanco. Tenía un armario lleno de auténticas piezas exportadas ilegalmente -y algunas intercambiadas mediante engaños-, una perdición que no estaba dispuesta a abandonar. Se consideraba una experta en la materia, mucho más que los peleteros que cosían modelitos a su antojo y a los que se permitía el lujo de instruir en su trabajo. Teñir lo que antes habían sido espaldas de macacos ya no tenía secretos para ella. Porque si algo tenía de sobra la Madame, era arrogancia, la misma que le hacía creer que su taberna era tan exclusiva como sus pieles.
Tras la resaca, ni el Llamas ni su secuaz podían recordar el motivo de la pelea -si la hubo. Esa noche volvieron dispuestos a emborracharse de nuevo pero hallaron la puerta cerrada y un maromo de dos metros y cara de chucho en la puerta que buscó mil excusas sin sustancias para denegarles la entrada. Y el Llamas se juró que aquello no quedaría así. De vuelta en su propio bar, con un vaso de tequila en una mano y una birra en la otra, se despachó a gusto delante de Einstein que, en silencio, escuchaba. Una simple mirada bastaba para saber que había comprendido perfectamente.
A Einstein no le gustaba trabajar a contrareloj y de aquella manera, sin un pobre caniche que llevarse a los hocicos, sin sentir el sabor de la sangre en sus afilados colmillos. Pero el jefe era el jefe y al Llamas nadie lo ninguneaba de aquella manera, mucho menos aquella payasa con aires de reinona de saldo.
Se coló en el local a través de una ventana mal cerrada. Se deslizó con su gatuna experiencia hasta encontrar el dormitorio decorado en rojo pasión, aquel que no había visto más frenesí que la vacía contemplación por parte de la Madame de su colección blanquecina e impoluta, que cada noche sacaba, catalogaba, fotografiaba y arrojaba en su cama de sabanas negras de raso para revolcarse entre sus suaves pelillos hasta conseguir que le cosquilleara la nariz..
Einstein no tendría piedad: se afiló las uñas con una lima que encontró en el baño y sin pausa ni prisa alguna rasgó cada una de las piezas de su gran colección, que contenía algunos curtidos por lo menos del pleistoceno. Trocito a trocito, tira a tira, se fueron acumulando los restos en el suelo, hasta formar una suave y peluda colina en el suelo de parqué del dormitorio. Cuando hubo acabado, Einstein levantó una patita y marcó su territorio en cada una de las cuatro esquinas del cuarto, defecó bajo la cama y, oyendo pasos en la habitación contigua, decidió hacer mutis por el foro, saltando por la ventana al balcón vecino, a través del cual abandonó el inmueble.
Einstein pudo oir el grito de puro horror desde la rivera del Guadalquivir, y una sonrisa hermética hizo temblar sus bigotes mientras caminaba con sus andares felinos de regreso a su guarida.
Más tarde echaría un buen polvo con Fina, la gata de la Pepona con quien mantenía relaciones desde hacía ya unos meses, y es que para Einstein, la mejor recompensa después de joder a alguien, era ser jodido a su vez por la gata más pendenciera de los barrios bajos de Sevilla.

12 comentarios:

chema dijo...

ya echaba de menos a einstein, jejeje. veo que la relación con la gata de la que se enamoró ha prosperado...

BLAS dijo...

¡¡La leche!! Cómo se las gasta Einstein, oño! Y ¿De donde ha salido la Madame Katherina ésta? Ya podrías ponerte a escribir el siguiente relato, que me has dejado en ascuas. ¡¡Quiero más!!

martmas dijo...

Ostras!!! A ver si por la tarde me leo los anteriores

Geno dijo...

Será pendenciero este Einstein ¡cualquiera se mete con él...!

Inma dijo...

¿Pues parece que te has inspirado en la vida real, verdad?

Candela dijo...

Inma, ya sabes que Einstein vive en mi salon, no? ¡como se entere el casero!

Candela dijo...

Por cierto, que acabo de descubrir entre mis notas el "Diario de una Gata Fina"...
Y este... ¿Quien le va a llevar tabaquito al Einstein cuando lo pillen, si lo pillan? Mirad que ya se ha echado al vicio...

María José dijo...

... un poco corto no?
¡¡¡ mentiraaaaaa!! a ver que pasa

besos

anele dijo...

Ainsss, ¿contraataque de la Madama? No me lo puedo creer. Si es que estaba demasiado callada...

Julieta dijo...

Hola Candela,
Jamás había leído un relato barriobajero gatuno tan especial como éste, por lo que leo en otros comentarios, las peripecias propiciadas por Einstein pueden ser legendarias, tanto como ésta misma lo es!
Escribes fantásticamente bien!
Muchas felicidades!
Pero el gato, sin pelo!!!!!
Así sí que es más amenazante!!!!
Besitos escritora, me quedo a la espera de la siguiente anécdota gatuna o de lo que desees contarnos.

Candela dijo...

Gracias, Julieta. Einstein es un gato "muy especial" al que acabas cogiendo cariño. Estos relatos pertenecen a una saga llamada "El Club de los 7 Pelagatos" que empece hace cosa de un año mas o menos...

marian dijo...

Real, tan real que acojona jajajajajaja