miércoles, 7 de noviembre de 2007

Sí, volví


Volví a la casa mágica donde me crié. Tomé el autobús y, expectante como una novia llegando al altar, me bajé en la última parada, en la Plaza de las Tortugas, llamada así porque la domina una gran fuente con tortugas de piedra que escupen agua al unísono sin cesar.
En Corneta Soto Guerrero me detuve en la Librería Jaime. Es parada oficial de mi particular procesión cada vez que vengo. Al final de la calle, haciendo esquina con Argantonio, sigue la Confitería Maype, una de las mejores artesanales, de las pocas que quedan ya en la ciudad. De adolescente solía venir bastante aquí, auqnue fuese a comprar dos tonterías. Era bastante cara, pero el dueño era el padre de una compañera de clase, y una amiga mía estaba loca por su hermano, que trabajaba allí. Nos daba bombones y aquella era una razón más para pasar a saludar de vez en cuando.

Tuerzo a la derecha. Llevaba el Mp3 conectado y el tema principal de El Fantasma de la Opera comenzó a sonar, como una señal. Es mi película favorita, en casi todas sus versiones. La historia me intriga y me atrae tanto como su personaje. Como los fantasmas que se decía habitaban en la casa mágica. The phantom of the Opera is here... Inside my mind..."
Argantonio nunca ha sido una calle de paso, más bien una calle ignorada, perpendicular entre dos calles de paso habitual. Siempre ha estado bastante abandonada. En los ochenta abrieron un bingo, su entrada principal de cara a la plaza de las Tortugas, pero la salida de emergencia, y aquella que usaban los remolones al final de la noche, daba a Argantonio, ensuciando la calle con restos de boletos y conviertiéndola en urinario público.
Ahora, frente al número dos donde pasé mi infancia, hay un hotel de lujo, visitado por curiosos por su estilo árabe. Los vecinos dicen que cambiará el perfil del barrio, ya hay planes para remodelar varios edificios y comercios, cerrados a cal y canto desde hace al menos un lustro. El Hotel Argantonio está decorado con motivos marroquíes y, cuentan los que lo han visitado (todo el mundo es bienvenido), que su patio interior, su recepción y sus pasillos son verdaderamente hermosos. Tengo curiosidad por entrar, pero decido dejarlo para otra ocasión. La entrada, desde luego, es elegante y discreta.

Podría haber entrado, pero prefiero venir con tranquilidad y hablar con alguien que pueda contarme algo de la historia del edificio, ya que las neuronas de mi cerebro no parecen recordar más que una vieja casa de vecinos, muy parecida, si no igual, a todas las que se levantan en esta calle. Sin duda han restaurado un viejo inmueble. Me vuelvo, mirando al cielo, a la fachada descuidada, como siempre lo ha sido, de cierres y ventanales, coronados por la torre de la azotea.
Me pregunto si alguno de los antiguos vecinos aún vivirá aquí, si me será posible subir a la azotea y recordar las carreras felices, nuestros juegos al escondite. Las fotos de mi niñez están ligadas a esa azotea de piedra donde se tendían las intimidades al sol. Pero cuando mis ojos llegan a la puerta, el corazón me da un vuelco. Está cerrada. Y parece que desde hace tiempo, a juzgar por el polvo y el candado herrumbroso que la cruza.


Me acerco, temblando, desilusionada. El agujero de la cerradura me mira invitante, es de esos grandes, de llave antigua, y curioseo... Y lo que veo no me gusta. El suelo del patio está cubierto de escombros, y aunque diviso el pie de las gastadas escaleras de piedra oscura, no se puede ver más. Retrocedo unos pasos y vuelvo a alzar la vista. Entonces me percato del cartel del Ayuntamiento, de las ventanas rotas y las cortinas grises y ajadas que alguien dejó atras al mudarse.



En el edificio contiguo, una vecina con bata "de guatiné" y delantal sale a barrer el acerado. Creo que me ha visto por la ventana y ha salido a curiosear, portera perenne de la calle. Le pregunto si hace mucho que han cerrado y resopla entre labios. Cuatro o cinco años, me contesta. A los vecinos les ofrecieron otros alojamientos o indemnizaciones, muchos de ellos llevaban viviendo allí, de renta antigua, toda la vida. Al parecer, la última en ser desalojada, y a la fuerza, fue una chiquita Dominicana, Canal Sur estuvo presente para inmortalizar el momento. Ella sabía que debía irse, le habían buscado otro apartamento, pero...

Más tarde, mi madre me cuenta que visitá el inmueble poco antes de que lo cerraran. Los balcones interiores del primer piso, que daban al patio, estaban apuntalados desde hacía tiempo. Pudo subir hasta el segundo piso, pero no hasta donde se había criado y donde había vivido hasta que se casó. El estado del lugar ya era precario y estaba cerrado con andamios y cadenas.

Me apenó no poder entrar, no poder subir las escaleras, tocar las toscas puertas, algunas originales aún del convento que había sido. Lo van a convertir en apartamentos de lujo, conservando la fachada original porque edificios tan antiguos están protegidos por ley. Volveré a pagar mi visita cada vez que vuelva, hasta ver comenzadas las obras. Sé lo que van a encontrar bajo el edificio, si las leyendas son ciertas, y si hay más esqueletos de monjas y bebés perecidos en parto, como los que se hallaron cuando a Rosi se le hundió el suelo de la cocina.
O tal vez encuentren otro de los túneles de las famosas cuevas de Mariamoco, esas de las que tanto oí de niña y nunca visité, a pesar de saber, de oídas, dónde se hallaban algunas de sus entradas. Pero esa, será otra historia que contar, en su momento.

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