jueves, 7 de agosto de 2008

LA VENGANZA (Confesiones de un minero) -II-


Papá trabajaba por aquel entonces en la barbería del señor Balvo, en pleno centro de Moreda. Yo debía tener unos diez años, quizá casi once. Balvo era socialista. De los de pro. Pero mi padre decía que era la mejor persona que había conocido nunca.
Al salir de clase solía ir a ayudar a limpiar los servicios y cepillar a los clientes, y así me ganaba alguna propinilla. Cuando no había gente, papá y el Sr. Balvo se sentaban como dos viejos amigos a hablar de política.

Una tarde, papá trataba de convencer a su jefe para que no se involucrara tanto en política. Y Balvo, a su vez, pretendía convencera mi padre para que se alistara en el partido y votara por la República. A mí me fascinaba aquel tira y afloja amistoso, donde ambos oponentes presentaban sus razones y sus contrarespuestas. Papá siempre acababa aconsejándole que votara a quien quisiera.

-Deja la política para los que viven de ella -le decía-, que tú y yo tenemos que trabajar si queremos vivir.

Dos días después, el 4 de Octubre de 1934, estallaba la Revolución. Vivíamos junto a una panadería, adyacente a su vez al Centro Católico, que fue duramente asediado. En su interior, entre otros, resistían algunos miembros de una de las familias más importantes del pueblo, los Madera.

Esa noche pasé miedo por primera vez en mi vida. La gente corría despavorida por las calles, entre disparos y gritos. Gritos de angustia, gritos de dolor, gritos rebeldes. Gritos de ayuda, gritos de aviso, gritos pidiendo más munición. Gritos...

Permanecimos toda la noche tumbados en el suelo, cubriendo nuestras cabezas con los brazos, temblando de frío, impotencia y miedo. Nuestras ventanas habían sido de las primeras en estallar en pedazos a causa de los disparos de las escopetas de los defensores del Centro, disparos al aire que no mataron a nadie de milagro.

Esa noche no dormimos. El alba nos encontró en la misma posición, atacados con el pánico de no saber cuándo acabaria aquello, y con el estómago vacío desde el mediodía de la jornada anterior. Debíamos mantenernos alejados de las ventanas, y entrar en la cocina era imposible. Habría significado arriesgar la vida de madre. Sólo fue gracias a Pacita, la vecina, y su hija María Luisa, que haciendo un agujero en el techo nos pasaron pan y chorizo, y pudimos meternos algo en el buche. El resto del día lo pasamos encogidos en un rincón, mi madre abrazando a mi hermana y a mí, mi padre en el extremo opuesto con mi hermano.
Sólo fue años más tarde que comprendí plenamente el pánico, el terror que debía haber anidado aquellas interminables horas en el corazón de mis padres, católicos ambos, de los de verdad. De aquellos que iban a misa y cumplían con los mandamientos casi al pie de la letra. Católicos de los que presumían de serlo. Carnaza para los socialistas revolucionarios.

Aquella tarde los defensores del Centro escaparon a través de un túnel que llevaba al alcantarillado que salía directamente al río, cuya existencia ignoraban los asediadores. Para cuando se dieron cuenta, ya no quedaba nadie en el edificio, sólo una pila de escombros y muebles hechos astilla.

Unos días después se presentaron en casa lo que llamabamos "los escopeteros". Dos de ellos, que venían a exigir la entrega de la escopeta que pertenecía a mi padre, su gran orgullo. Papá era un gran cazador.

Madre les dijo que no sabía dónde la guardaba o si estaba incluso en la casa, ya que a veces papá se la llevaba consigo al trabajo. Antes de trabajar en la barbería, trabajaba de frenista en una mina, en un plano de contrapeso, es decir, que según bajaban los vagones cargados de carbón, subían los vacíos, y él debía frenar el mecanismo. Tenía una chabola inmunda con una estufa, y de vez en cuando se llevaba el arma, por si encontraba una perdiz o un gavilán de los que abundaban por el monte. Papá presumía de tener la mejor escopeta del pueblo, y una puntería excelente. Y así, a veces tras su jornada en la barbería, aún subía al monte a ver si había suerte.

Uno de los escopeteros empujó a mi madre a un lado con violencia, haciéndola caer en medio del suelo de la cocina. Mi hermana y yo corrimos a ella, asustados. Sin ningún respeto, ambos hombres registraron la casa a placer. Abrieron baúles y armarios, revolvieron entre nuestras ropas, sacaron cajones, registraron la despensa, deshicieron las camas y rompieron enseres. No hallaron nada, porque mi madre les decía la verdad. Cuando ya se iban, uno de ellos avistó el arma tras la puerta de una habitación, parcialmente oculta bajo una chaqueta. La cogieron y se la llevaron.
De haber sabido que estaba allí, la habría cogido y habría disparado sin pensar a aquel malnacido que había tenido la cobardía de empujar a mamá. Su rostro quedó clavado en mi retina.
Cuando llegó mi padre, fue lo primero que le dije, pero me acarició el rostro y con toda calma me preguntó si se habían llevado también las municiones. No lo habían hecho, de modo que nos sentamos a descargar los cartuchos, por si regresaban a por ellos. Nunca lo hicieron.




Fueron quince días en los que Asturias permaneció tomada, quince días de un sinvivir que sólo puedo describir como horrendos. Los niños dejaron de jugar en las calles, las chicas jóvenes tenían prácticamente prohibido salir. Hasta que alrededor del 19 de octubre, tras una lucha encarnizada y traicioneras emboscadas en el Puerto de Pajares, entraron el Tercio y la Guardia Civil y Asturias fue liberada. Manchada de sangre, sangre derramada por la patria desagradecida, como en cada guerra. Sangre de unos, sangre de otros. Sangre. La que trajo consigo venganza.

Aquellas almas atemorizadas durante dos semanas se alzaron en venganza. La Cárcel Modelo de Oviedo estaba llena de gente cuyo único crimen era deber dinero a alguien que le había denunciado como miembro de las hordas revolucionarias. De allí, muchos no salían jamás.

Una tarde mientras paseaba con mi padre vi a aquel individuo que había empujado a mi madre sin consideración alguna. Cada músculo de mi enjuto cuerpo se tensó y tiré de la chaqueta de mi padre. Con rabia mal contenida y sin piedad le señalé, el fuego de mi mirada podría haber dejado marcas en su rostro, y grité:

-Mira, papá. Ese es. Ese es el hombre que pegó a mama y te robó la escopeta. Díselo a los guardias, díselo, y que lo metan preso...
La contundente bofetada que me dio mi padre me sorprendió allí en medio de la calle, con mis pantalones polvorientos y mi mirada de odio. La única en mi vida que me diese mi padre. Me había golpeado con el dorso de la mano, y al cogerme desprevenido, me dio en plena cara y en la nariz. Diminutas gotas de sangre empaparon mi camisa. Se agachó y empezó a limpiarme con su pañuelo. Le había dolido más que a mi. Lo vi en el temblor de sus manos, en su acuosa mirada. Me tomó por los hombros y clavando sus ojos en los míos, dijo:

-Ese hombre que pegó a tu madre -explicó con extraña serenidad- y que se llevó la escopeta, cuando pase junto a ti en la calle bajará la cabeza. Todo lo que tenía de valiente cuando estaba entre los suyos se tornará humillación. Ese hombre sabe que le conoces, sabe que si hablas la Guardia Civil le llevará a la cárcel. Ese hombre tiene mujer, como tú tienes a tu madre. Tiene hijos que son como tú. ¿Querrías que otro niño me denunciara y me llevaran preso?

Se quedó mirándome. No contesté. En mi mente ofuscada estaba tratando de discernir entre el bien y el mal, tratando de comprender por qué lo que yo había hecho era erróneo. Siempre había creído que el que obra mal ha de ser castigado.

-Pero tú no has pegado a nadie -repliqué-. Tampoco le has quitado nada a nadie, así que no hay motivos para denunciarte.

Papá pareció sopesar mi respuesta. Finalmente nos sentamos en una acera y me dijo:

-Hijo, eres muy joven y no entiendes ciertas cosas. No todo lo que hacemos los hombres está bien. En ocasiones creemos que hacemos algo bien, pero puede no ser así. Es lo que ocurrió con ese hombre. A él le enviaron a por mi arma, tu madre dijo que no sabía dónde estaba y él no la creyó. La empujó para entrar a buscarla, tu madre perdió el equilibrio y se cayó. El se limitó a cumplir una orden. Ese hombre sabe que está perdido si hablas, sabe que si le envían a la cárcel nadie dará de comer a sus hijos y a su mujer. Y del hambre que pasen ellos tú tendrás la culpa -al ver que yo no decía nada, prosiguió-. La bofetada que te di hace un momento no es nada comparado con lo que te haría si me entero que le dices a alguien lo de ese hombre. Ni a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tu madre. Si me entero de que se lo dices a alguien -sacó sus tijeras de barbero de un bolsillo- Te corto la lengua.

Me encontré al sujeto en cuestión varias veces después de aquel día. Y él siempre agachaba la cabeza.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Ay! Candela, que te leo mientras escucho cantar a Pasión Vega....
Y pensar que te encontré en la red por una foto cañí de la fiesta de los Tosantos.... quién lo diría...

Shirat dijo...

Precioso y conmovedor, Candela. Te felicito. Me ha gustado mucho, y es que aunque hayan pasado tantos años, la guerra aún sigue presente en muchas familias a pesar de que muchos tuviéramos la suerte de no vivirla. Mis abuelos contaban muchas historias como la tuya, me has hecho recordarles.

SONY dijo...

Cada día escribes mejor, me han encantado estos relatos de mineros con moraleja incluída... qué sabio es el padre... Cuánta gente encuentra su propio castigo en no poder ir con la cabeza alta...y la honra de otras muchas es poder mirar a la cara sin tapujos, justo lo contrario pq no tienen de qué avergonzarse...